Me siento como cada tarde de enero a tomar un café en el bar. Es el único que hay. Funciona en el local de la YPF que está sobre la calle Eva Perón, arteria que une Laferrère con el Autopista Richieri.
En esa zona de C. Evita todavía hay muchos terrenos fiscales descampados y las tierras que rodean la línea del FFCC, por lo que se configuraron senderos peatonales desde las paradas de colectivos hacia la estación, y también, huellas de los impertinentes automovilistas que, por esquivar los semáforos, irrumpen sobre los pastizales para ingresar de prepo a la ruta. Esta situación genera mucha tierra suspendida en el aire y un gran problema para los alérgicos (y para mi, que la espero).
Hace tiempo, cuando aún tenía auto, me pareció verla pasar por la estación de servicio. Fue una pasada muy rápida, como el viento, no me dio tiempo a bajar y atraparla en su recorrido para contarle cuánto la extrañaba. Aunque lo vendí y ya no necesito ese combustible, camino las 20 cuadras que me separan de este negocio con el solo objetivo de sentarme en esa mesa al lado del ventanal y tomar un café mientras espero volver a verla.
Enero en Buenos Aires tiene la ventaja de que la brisa es leve y permite que las cosas no se diluyan en el aire en movimiento. La tierra que levantan autos y peatones, se encuentra aplacada y disminuida en intensidad por la gente que sale de vacaciones estivales. Es el clima ideal para poder detectarla y asirla entre mis manos.
Nos hicimos amigas un invierno, hace un par de años. La encontré de casualidad. Pequeña, diría diminuta. Su cuerpo apenas se notaba entre otros y su voz suave me cautivó desde el primer momento. Bueno, en realidad después de tener que hacer un terrible esfuerzo para poder oírla. Su atuendo singular, coloreado con colores indescifrables, su redondez y sutileza me conquistaron. Todo en ella la hacía una amiga singular.
Compartimos historias y larguísimas charlas. Reímos. Festejamos. Escuchamos música. Lo que hasta ese momento había sido una larga soledad solo interrumpida por la limpieza de la casa, ella lo había convertido en un embelesamiento de charlas inagotables y aspiradora paralizada.
Una tormenta de agosto la hizo desaparecer por la ventana y me dejó nuevamente sola con mis ensayos de árboles rojos que nunca funcionaron.
Desde el día que la vi pasar volando, tan minúscula y esférica, vengo cada tarde a esperarla.
Sé que un día la voy a volver a ver, Por eso me siento al lado del ventanal, para poder salir corriendo y atraparla en su vuelo.
Si alguien me hubiera dicho hace unos años que iba a ser amiga de una pelusa, no habría dudado en decirle que era una locura. Hoy estoy segura que nada es imposible y que la amistad a veces aparece de repente, en forma insólita, y completa los huecos que va dejando la vida.
Pero esta es una historia que comenzó hace mucho, y que prefiero que descubras en este otro relato que, si tenés ganas, te invito a leer: https://adrianaposgrado.wixsite.com/misitio/post/el-árbol-rojo
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