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CAFÉ

No hay ninguna norma moral natural. Todo lo inventamos los seres humanos. Dora Barrancos.


La pollera bamboleante permitía imaginar las curvas que se perfilaban debajo de la falda. Su andar decidido, dejaba sin habla a hombres y mujeres. Todas las tardes caminaba hacia el buffet que se encontraba en el Hotel Vasco de Macachín, en el sector deportivo de la hostería. Siempre vestida con brillantes colores y enormes collares, que resaltaban los tostados de su piel. Piel con un brillo particular y un color envidiable para más de una o uno.

Se llamaba Café. Así se presentó cuando llegó al pueblo hace ya más de una década y se insertó en la comunidad sin dar explicaciones.

- Soy Café, decía, Café de Colombia. Pero la realidad estaba muy lejana del tropical país.

Ella era matancera, oriunda de Puerta de Hierro. Había crecido entre hacinamiento y delincuencia. Aun así, pudo conformar un espíritu libre y compartir su vida con trabajadores abnegados (y humillados) que no encuentran la opción para dejar ese lugar. Siempre supo que, para sobrevivir, una chica necesita adaptarse y aprender los códigos. Por eso, muy pronto se emparejó con Pablo, al que nunca quiso, pero era conciente de que si no era él iba a ser otro, y ella estaba decidida a no ser pasto que alimente cualquier alazán que la pretendiera.

Así transcurrió su adolescencia, al lado de él, protegida por él, pero también maltratada y sometida. Hasta que un día Pablo volvió agitado… Le contó que había afanado a un tipo que llevaba un maletín lleno de dólares. Que hubo un forcejeo. Que hubo disparos. Que el tipo quedó mal herido. Le contó que lo quiso ayudar y ahí descubrió que era un milico. Un capo de la gendarmería, le dijeron. Y que estaba aterrado. Y que se iba. Y así, sin más, la dejó librada a su suerte. No lo volvió ver, pero le dejó gran parte del botín, no por generoso, sino porque con el apuro y el miedo, no se acordó que lo había puesto en dos bolsos.

Cuando Café vio el dinero pensó que era su oportunidad. Si no se escapaba en ese momento, ya no podría huir de esa vida. Se acordó que tenía guardado un mapa de cuando iba a la escuela, hacía ya un par de años. Lo puso sobre la mesa, cerró los ojos y marcó un punto: Macachín. ¿Qué será eso? Armó un bolso con las pocas pertenencias que tenía, se fue a la terminal de micros de Liniers y tomó el primer bus que la llevara allí.

- ¡Ey! ¡Hermosa! Un café bien calentito- decían entre risas los parroquianos.

- ¡Ni lo sueñes! - Era la respuesta risueña que daba ella - Café en jarrito, café en pocillo, café con leche… porque otro café… ¡ni en tus sueños!

- ¡Dale, morocha! Cafecito torrado del pueblo…

- ¡Torrado no! ¡Colombiano!

Y así fueron trascurriendo los días y los años de su eficiente trabajo en el lugar.

Los chistes de esos hombres siempre tenían la esperanzada opción de ser aceptados. Sin embargo, Café nunca respondía a esas insinuaciones. En el pueblo se sabía que hubo una vez, hace unos años, en que ella fue a la tienda y compró ropa interior de seda y encaje. Negra. Así cuenta Doña Matilde, la propietaria del local. Y que acompañó ese atuendo con un bello vestido amarillo de satén. Todos los hombres del pueblo comenzaron a fantasear con el deslizamiento de ambas telas entre ellas y sobre su curvilíneo cuerpo. imaginaban los movimientos producidos y navegaban en una serie de sensaciones imaginadas.

Pero Café se mantenía incólume. Ninguna de esas especulaciones la dañaban ni le importaban. Su vida seguía transcurriendo tranquila, acompasada, a ritmo caliente y andar grácil. Parecía un tallo de mimbre en el mejor momento de su cosecha, desplazándose por el pueblo, repartiendo sonrisas y amabilidad, pero manteniendo la distancia justa para que el cliente no se ofenda y siga asistiendo al lugar.

Cuando Café llegó a Machín, una noche de invierno, se hospedó en el hotel que luego le daría trabajo. Allí se quedó un par de días, pero le preocupaba lo caro del lugar y que se le gastara el dinero que por primera vez en su vida, tenía en su poder.

Mientras se alojó allí, aprovechó a averiguar todo lo que pudo. Entre otras cosas, descubrió que el dinero que tenía le alcanzaba para comprar una vivienda humilde una poco alejada del centro. Es decir, unas 6 cuadras, ya que Macachín es eminentemente una ciudad sojera, por lo que el pueblo en sí mismo, apenas cuenta con un puñado de cuadras y moradas.

Enseguida descubrieron en ella lo que durante tanto tiempo nadie había vislumbrado: una chica inteligente, trabajadora y, sobre todo, silenciosa.

Café sintió que había sido bien recibida y decidió quedarse allí para siempre pero, en esta decisión estaba el no repetir la historia de la mayoría de las mujeres de su barrio. En cuanto pudo averiguó cómo podía hacer para acceder a la escuela. Se enteró de la existencia de un Programa del Estado, FinEs, que le permitiría culminar los años que tuvo que abandonar. Se anotó enseguida y comenzó una nueva vida para ella.

Allí encontró otras mujeres, más o menos de su edad, que por una causa o por otra, o por haber sido conchabadas desde pequeñas en los campos, no pudieron terminar su formación. Se hizo de varias amigas y amigos, pero particularmente entabló una relación de amistad con Carmen, de quién se hizo inseparable.

Carmen y Café estudiaban juntas, trabajaban en el mismo hotel, compartían las salidas al cine, flirteaban en los mismos lugares, compraban ropa, iban hasta Santa Rosa a pasar el día y, de paso, recorrían casas de comida rápida, revoltijos de ropa usada, ferias artesanales y todo cuanto se les ocurriera que fuera diversión compartida.

Los años en Macachín fueron borrando de a poco las penurias previas. Pablo era un recuerdo borroso, al igual que Puerta de Hierro. Cada momento era un buen momento para pasarlo bien y divertirse juntas. A veces dormían en la casa de una o en la de la otra, miraban películas hasta tarde, hacían pochoclos, tomaban un vino.

Ambas se recibieron el mismo día. La fiesta que organizó el Programa las conmovió de una manera especial: ya no iban a ser las pobrecitas que pudieran ser pisoteadas. Tenían un título, tenían conocimientos, sabían cómo defenderse y de qué.

Fue en esa época de la finalización de estudios que Carmen la citó en el bar. No en el del Hotel, sino en otro. Café se sorprendió, aunque de alguna manera lo esperaba. En esa reunión entre charlas y risas, recibió otra invitación aún más promisoria: ir a cenar juntas. Ahora sí: al restaurante Iñaki, del mismo hotel, ya que era el más prestigioso y mejor puesto del poblado.

Ese día Café compró ropa nueva. Eligió el mejor conjunto de lencería que encontró: negro con encajes. El más caro. El más hermoso. El más sensual. Eligió el vestido amarillo resultado de uno de los viajes a Santa Rosa y nunca había estrenado. Fue a la peluquería. Se depiló. Se maquilló. Eligió el mejor perfume y lo roció por su cuerpo, ayudando con ese aroma a la movilización de las hormonas que ya estaban alteradas esperando que pase lo que hacía mucho tiempo estaba imaginando tenía que suceder.

Y fue al encuentro de Carmen. Y caminó ansiosa, con la opresión en el pecho que solo el que durante mucho tiempo espera, conoce.

Llegó a la cita temblando. Entró y la vio. No estaba sola. Un muchacho conocido de la escuela estaba con ella. No le importó, ya encontrarían la manera de echarlo. Se sentó a la mesa con una sonrisa cómplice. Pidieron cerveza. Él no se iba. Comenzaron a charlar de bueyes perdidos, que el clima, que los precios, que el FinEs… de pronto Carmen se puso seria. Y con una solemnidad que no era habitual le dijo:

- Nos vamos a casar. Queremos que seas nuestra madrina.

Café sintió que le estallaba la cabeza en mil pedazos, que su corazón, se comprimía en su pecho hasta el extremo de desaparecer. Disimuló como pudo. Compartió la cena. Rió con esa risa fingida de quien atiende público por muchos años. Y luego se marchó.

Los que la vieron salir, dicen que caminaba tambaleándose por la calle y que un brillo inusual salía de su rostro. Dicen que parecido al brillo que emite el agua cuando refleja la luz de un farol.


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