Hace unos años le regalé a mis nietitos “El árbol rojo” del magnífico artista australiano Shaun Tan. Lo leímos cada noche y lo disfrutamos cada día. Sus hermosas ilustraciones nos maravillaban transportándonos a otros mundos. Asombrosos. Pensados para que los niños los disfruten y sus padres los piensen. Entonces, me apareció la idea ¿y si yo tuviera un árbol rojo en mi dormitorio?
Rápidamente comencé a pensar estrategias para que esta idea se hiciera realidad.
Compré lana, porque a mi me gusta mucho tejer. Y me lancé a la tarea de enredar las hebras en una trama de esperanza colorada. Le hice un soporte y lo puse en medio de mi pieza. Esperé a ver qué pasaba. Pero… los días transcurrieron y no pasó nada. Solo juntaba tierra.
Pensé entonces hacer otro con goma eva, pero era difícil mantenerlo en pie. Probé con cartones. Luego con materiales más duros. Cada vez me senté a esperar que algo sucediera. Pero no pasaba nada.
Por momentos me sentí desesperada y me acodaba de Roy, haciendo infinitas veces sus montañas con puré, esperando un encuentro que no sabía cómo iba a darse…
Yo buscaba mi árbol rojo. Lo esperaba. Lo ansiaba. Quería verlo y que me viera. Infinitas noches e infinitos días, de infinitas esperas, haciendo y rehaciendo mi árbol rojo.
De pronto, en un rincón de mi habitación, la vi. Una pelusa estaba sentadita casi a oscuras, protegiéndose del viento y la escoba. Sentí ternura y traté de descifrar de qué prenda se había escapado para vivir su vida en libertad. Me acerqué despacio y me agaché a mirarla. Era muy chiquita. Tomé el celular y puse la aplicación “lupa”. Ahora sí. La veía bien. Un color indefinido, o mejor dicho, muchos colores. Como si la mano de alguna persona hubiera tomado pedacitos de lanas de infinitos lugares y las hubiera amasado entre sus palmas para darle esa forma informe de múltiples reflejos.
Seguí mirándola. Me parecía hermosa. Agrandé la lupa al máximo y descubrí que tenía ojitos. Una pequeñísima brizna negra. Y un clic por boca. Una boca que se movía. Me estaba hablando. Para eso la lupa no me alcanzaba. Acerqué el teléfono a la pelusa y la grabé. Pero solo un chirrido casi imperceptible aparecía en el archivo cuando quise escucharlo. Decidí tirarme al piso para intentar de otra manera. Mi cuerpo se estiró a lo largo de la habitación sobre una alfombra para que no se me enfriara la panza. Puse mi oído cerquita de su abertura y entonces, desde una profunda y oscura diminuta cavidad la escuché. Tenía miedo, me dijo, porque una polilla rondaba su zona.
Comenzamos a hablar y me contó que había entrado por la ventana, ya que un viento la trajo desde la casa de algún vecino. También, que cada vez que yo barría (pocas veces, lo reconozco), ella había aprendido muy bien a esquivar las pajas de la escoba para seguir escondida.
Ya estoy vieja, y me costaba mucho estar en esa posición. Le pedí permiso y la levanté con mucho cuidado, apoyándome con una mano al respaldo de la cama y en la otra llevando la pelusa. La acomodé en una banqueta alta que traje desde el desayunador, en a la cocina, y yo me quedé al lado en un banco bajito que uso para atarme las zapatillas. La cuestión es que mi oreja quedaba muy cerca de su ¿cara? ¿cabeza? No sé. Seguro de su boca.
Nos quedamos charlando por horas. Le gustaba la música, disfrutaba el sol de la mañana, los perfumes de enjuague de ropa la enamoraban, y lo que más extrañaba, eran los viajes en bolsillos. Pasamos días y días en estas charlas. Por momentos sentadas en los lugares mencionados, en otros, acostadas boca arriba con la ventana abierta mirando las estrellas y poniéndoles nombres.
Un día, en plena charla, se desató una tormenta. Truenos y relámpagos estallaron en el cielo negro de la tarde incipiente. Corrí a cerrar la ventana mientras la miraba. La pelusa hecha bollito para protegerse, no pudo asirse a ninguna protuberancia ni encontró la protección de las paredes del rincón. Sintió cómo el aire la levantaba de la superficie del banco y la llevaba flotando de un lado a otro de la pieza. Olvidé la ventana para correr a socorrerla. Pero volaba muy alto… cada vez más alto. En una de esas vueltas pasó cerca de mi cabeza. Intenté asirla sin éxito. Al pasar me dijo: -“Es mi destino”-. Luego, la vi salir por la ventana y perderse entre las copas de los árboles lejanos, hasta que ya no pude divisarla.
Pasó más de un año desde ese encuentro. Ya no intento tener un árbol rojo.
No encendí nunca más la aspiradora, ni barro los pisos. Solo me pongo las rodilleras cada día para inspeccionar el piso de la casa. Estoy segura que voy a encontrar una pelusa. No la misma, otra. Porque ya no volveré a estar sola.
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