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El transportador

Mi casa y yo tenemos una larga historia. Ya lo había contado en otra oportunidad. Pero ahora, me desafía.


Hace un tiempo descubrí en una de las paredes de casa un agujero que me llevaba al interior de ella. Recuerdo que fui absorbida por él mostrándome hasta dónde era capaz de querer mandonearnos. Porque, dicho sea de paso, la casa resultó ser bastante maleducada e impertinente. Se robaba mis recuerdos, objetos y medias, e intentó chantajearme para devolvérmelos. Obviamente que no transigí en ningún tipo de negociación que le diera poder y, no solo eso, sino que fui categórica al responderle que se guardara todo lo que tenía.

Pues bien. Fue la respuesta correcta porque no volvió a molestarme. Es cierto que a veces se manda alguna de las suya. Por ejemplo, hacer desaparecer la brocha de afeitar de mi esposo. Pero después, cuando ve que no me enojo, mansita, devuelve los objetos intactos. Cosas que hacen las casas para hacernos sentir su poderío.

Al final nos hicimos muy amigas y, hasta cómplices en esto del agujero. Ella tragaba medias y algunos objetos pequeños, y yo se lo dejaba pasar. Y si la cosa se ponía fea o era algo muy necesario, lo devolvía sin chistar.

En estos días la biblioteca del estudio colapsó. No era de muy buen material y el cúmulo de libros que fuimos juntando con los años de estudios, de trabajo y de hobbies literarios, fueron debilitando su estructura enclenque.

La última vez que mi hijo vino a visitarnos con toda su familia, no se animó a que los hijos durmieran en ese lugar que acondicionamos siempre para ese evento. Dijo que tuvo miedo que se le cayera encima y aplastara a alguno de sus vástagos. Claro, él desconoce los tratos y acuerdos que tengo con la casa, y no supo que estaban seguros mientras ella los protegiera.

Pero, en definitiva, la biblioteca fue removida. Uno por uno los libros pasaron a ocupar lugares en cajas, que los albergan mientras el carpintero termina los nuevos mobiliarios que reemplazarán la actual estructura. Una pena, porque era muy moderna, un gran rectángulo rojo sin fondo, dividido en sus medianas sucesivamente, hasta que la altura permitiera la incorporación de los distintos libros existentes en la familia. Los existentes, porque muchos se habían ido mudando a otras bibliotecas a lo largo de los años, desconociendo sus destinos y a esta altura dudando que vuelvan alguna vez.

Cuando ayudé a mi esposo en esa tarea de correr el mueble, sacar los tornillos que lo sujetaban en la pared y atajarlo para que no caiga al piso, descubrí un agujero que desconocía. Un pequeño, oscuro y disimulado agujero. Había estado tapado por la Colección de libros de Galeano. Seguramente, entre los abrazos y los días pata pa’arriba, se había camuflado. El agujero estuvo allí todo ese tiempo, sin hacerse notar, pero vigilándonos desde atrás de las páginas con textos cada vez más reducidos.

¡Me dio una bronca! ¡Me sentí tan traicionada! Un agujero ¡y yo no sabía nada! Había perdido la confianza en la casa. Imaginaba su pispear de sucesos, de los movimientos de la familia: o sea mi esposo, la perra, la gata y yo. En ese cuarto, aparte de los libros, se guardan mis más grandes tesoros: las lanas para tejer abrigos y juguetes, y la máquina de coser con sus telas de colores, que se transforman en innumerables prendas ajustadas a los gustos de los más pequeños de la familia.

No le dije nada a mi esposo sobre el agujero. Nada sabe acerca de mis acuerdos con esa vivienda que otrora perteneciera a su familia. En realidad, él lo vio y dijo algo así como que iba a taparlo con enduido. Pero, conociendo la poca afición de este hombre por las tareas hogareñas, no me preocupó en lo más mínimo ese comentario. Sí me enojé, y mucho, con la casa. Me había ocultado uno de sus agujeros. Un agujero con secretos. Un agujero que me espiaba.

Como cada vez que me comunico con ella, esperé la madrugada en la que, mi esposo, la perra y la gata, duermen. Me acerqué al hueco que se lleva las cosas, porque sé que es ahí donde el espíritu de la vivienda radica y puede hablar. Pero no entré. Estaba enojada. Di unos golpes y esperé que me conteste. Grité. Le grité desde este lado de la pared y esperé su respuesta.

La voz lúgubre característica se hizo escuchar, parecía no tener el tono sobrador e inquisidor de antaño. Me saludó con alegría. Charlamos un buen rato de bueyes perdidos. Bueno, de bueyes no, sí de medias, botones, alguna que otra aspirina que rodó y esas cosas. Pero algo no me gustó en esa charla. Los silencios. Los tonos de voz. No sé. Algo raro había.

Le pregunté por el orificio de la pared detrás de la biblioteca. El que quedaba justo donde los libros dejaban un espacio libre y por el que tenía acceso a todo.

La respuesta fue inmediata. Me dijo que era el transportador… Me sentí un poco confundida con lo que me decía. ¿Un transportador? ¿de ángulos? ¿para qué quiere una casa medir ángulos? ¿sería otro tipo de transportador? – pensé- ¿Cómo podía tener mi casa semejante hueco con esa función y nadie lo había descubierto?

- Se llama transportador- me dijo- porque con él podés mirar lo que quieras en cualquier lugar del planeta.

Hay que considerar que esta casa tiene casi 60 años desde que fue construida. ¿Habrá estado allí siempre ese agujero? ¿Será una adquisición reciente de la propiedad? ¿quién lo hizo? ¿para qué? ¿transportar qué y a quiénes?

No me puse a averiguar demasiado, porque la curiosidad era más fuerte que el querer conocer.

Cuando me acerqué a él, despacio, puse mi ojo en esa redondez oscura que me ofrecía la pared. El hueco. ¿Cómo describir lo que se sentía? Era entrar a otro mundo. El desplazamiento por el tiempo-espacio parecía eterno al mismo tiempo que sentir que se detenía. Transcurría veloz en trayectoria y lento en cuanto al devenir en la visión presentada. Tuve que esperar unos segundos a que mi pupila se acostumbrara al efecto que producía ese orificio. Y de pronto, esa luz, de miles de colores y brillos intensos, desconocidos. Colores con texturas y olores, colores con movimiento propio que desplazaban lo que parecían ser figuras estiradas por la tensión de la inercia.

Cuando se detuvo, estaba viendo a mis nietos. Estaban sentados en su comedor, jugando con la play-station, mientras sus padres tomaban mate escuchando música y leyendo. Me quedé un largo rato allí, conmovida por esa imagen que parecía una película. Escuchaba y veía todo lo que sucedía sin que nadie percibiera mi presencia. Mi corazón se alteró de ternura hacia esa familia. Los sentí cerca. Podía oírlos hablar, olfatear el perfume emanado por la leña en la estufa, el calor que circulaba por la casa.

Después fui a visitar a otros amigos y familiares, de los que la pandemia me tenía alejada. Disfruté de cada encuentro. Compartí sentimientos, emociones, disgustos.

En cada viaje, iba aprendiendo secretos que debía considerar previamente, pues el regreso era torturante. No sólo por la angustia que provocaba el dejar de estar “allí”, donde me llevaba, sino por los efectos físicos que producía el viaje en el cuerpo. Mareos, descomposturas y, hasta creo, un poco de envejecimiento.

No obstante, se había hecho en mi un hábito casi obsesivo ir a mirar por el transportador. No podía y no sabía cómo separarme de él. Y comencé a sentir que era una intromisión casi chusma lo que hacía, sin el consentimiento de los otros, los visitados.

Me levantaba de noche, a la madrugada, y despacio me acercaba al agujero. Allí no era tan grave, los visitados dormían. A lo sumo, alguna que otra escena en la que era indiscreta mi presencia, pero se resolvía cerrando los ojos, y listo, me transportaba de nuevo a casa.

El tema comenzó a preocuparme en serio cuando ya no podía parar de ir a toda hora. De mañana, de tarde, de noche. Mi casa comenzó a sentir el abandono. Mi familia también. Poco a poco fui dejando tareas cotidianas para poder ir al agujero. La perra adelgazó, la gatita bebé dejó de crecer al ritmo que lo hacía. Mi esposo ya tenía una cara de cansancio que no podía ser. Pero nada me detenía. Me levantaba y así, como estaba, iba a la pared. Sin lavarme siquiera los dientes. Sin desayunar. Sin vestirme. Dejé de bañarme y de tener sentido de la vida fuera del hueco en la pared. Y ese boquete. ¡Ay, qué tremendo! Ese boquete ya no me llevaba a lugares plácidos. Comenzó a manejar a su voluntad los destinos y los tiempos. Y me encontré en el pasado. En los peores momentos de duelo personal. Volví a revivir la muerte de mi abuela, de mi padre. Las angustias de enfermedades que quiero olvidar y no me dejó. Una y otra vez me llevó a mis distintas propias muertes. En distintas fechas. De distintas maneras. Pero siempre sufriendo. Y yo, no podía dejar el agujero. Un agujero que disfrutaba haciéndome sufrir y que sentía, se iba quedando con algún retazo de mi vida en cada viaje.

Entonces, un día, llamaron de la carpintería. Y al otro día, trajeron las bibliotecas nuevas. Pesadas, macizas, contundentes y con fondo.

Con esa sensación del no saber bien qué pasa y qué hacer, las acomodamos y ordenamos todos los libros por temática. Y aprovechamos que había más espacio para recuperar otros libros que habían quedado en cajas desde la última mudanza. Todos fueron convenientemente colocados en este nuevo espacio que podía contenerlos. Todos tuvieron su lugar y estaban a mano. El transportador quedó tapado.

Al cabo de unos días, compramos un sillón de lectura y una hermosa lámpara de pie, que hoy reina el lugar cálido por efecto del aire acondicionado, con las piernas estiradas cómodamente en un apoya-pie. Este nuevo espacio lo hicimos para disfrutar nuestros tiempos de jubilación, en un lugar creado para nosotros.

Ese sillón me cobija de madrugada. Siento la necesidad imperiosa de sentarme en él, a oscuras, mirando hacia la biblioteca, hacia donde están los libros de Galeano. A veces me parece que desde un lugar detrás de la biblioteca, la pared quiere succionarme. Hoy siento eso. Miro mi mano y la veo desplazarse en el espacio. Estirarse. Ya llega a la biblioteca, ya comienza a ingresar entre la colección. Me veo tensionada hacia allí, como en una imagen descolorida… allá voy. Tengo el presentimiento de que hoy veo por última vez mi destino…

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