Las casas tienen vida propia y toman venganzas sobre sus habitantes.
Pueden alterar las temperaturas y hacerte sentir frío en un día templado o un calor insoportable en un día fresco de verano. Cubrir las paredes con moho, solo para molestarte o convertir en ruinoso un sector para que tengas que barrer a cada rato.
Mi casa es así.
Es chica. O lo parece. Pero le encanta esconderme cosas.
Yo sé donde las pongo, pero cuando las voy a buscar ya no están ahí.
Ayer, por ejemplo, intentaba encontrar un paquete con elástico que había perdido, cuando descubrí un pequeño agujero. Imperceptible. Mínimo. Casi inaccesible al ojo humano, pero no para la lupa de mi celular.
Comencé a acercarme lentamente y a medida que lo hacía sentí una fuerte atracción que arrastraba mi cuerpo hacia él. Succionó hasta atrapar la orilla de mi mañanita. Tuve que tirar mucho para sacarla. La lana se estiró pero por suerte no se cortó.
No se lo conté a nadie.
Me alejé rápido tratando de descifrar si realmente me había pasado o había sido mi imaginación.
Esa noche no pude dormir. Todo el día me había dado vueltas por la mente la extraña sensación de lo que había vivido.
No pude seguir en la habitación. Me levanté despacio y silenciosamente para no despertar a nadie y fui directamente hacia el orificio. Estaba a la altura de mi cabeza. Ubicado estratégicamente para poder mirar por él hacia la oscuridad de la pared.
Lo hice. Miré. Tuve que acercarme más.
A medida que lo hacía sentía como a mi alrededor la pared cedía y el agujero se agrandaba.
Mi cuerpo se sumergía en esa muralla de ladrillos huecos que quizás explicara en gran parte los cambios de temperatura que se sentían a menudo. O no. Ya no lo sabía.
Caminé por entre el muro hacia un pasillo. Encontré el paquete perdido. Pero también medias que se habían ido misteriosamente del lavarropas, botones que abandonaron las camisas, fotos, lanas, anteojos, monedas. Había muchos objetos propios y otros, que quizás, habían pertenecido a habitantes anteriores: un avioncito de madera, un yo-yo Russell de Coca-cola, un tinenti, una muñeca de pelo rosado.
Avanzaba entre la maraña de caños de electricidad y agua. El camino se iba iluminando y oscureciendo detrás de mí. Un camino tan largo que no podía ser imaginado desde el interior de la vivienda.
A lo lejos aparecieron cubos transparentes en movimiento continuo en los que parecía haber siluetas humanas.
Reconocí distintas escenas de mi vida, de mi infancia, con mis padres, amigos, hijos aún pequeños.
Acercándome a ellos se volvían opacos, irreconocible su interior.
De pronto, esos cuerpos geométricos se desplazaron dejando emanar del hueco generado un sonido lúgubre, cavernoso, que poco a poco fue tomando forma audible…
Era la voz de la casa.
Me sentí atrapada. Presionada por la consistencia de esa pared que poco a poco perdía elasticidad y me dejaba inmóvil.
- Parece que quisieras decirme algo- alcancé a expresarle al edificio que parecía no querer soltarme
- Que me cuides- escuché
- ¿Más de lo que hago?
- ¡Sí!- fue la contundente respuesta
- No entiendo. Te rodea un bello y perfumado jardín. Estás limpia, ventilada, con cortinas hermosas
- ¡Pero no lo hacés vos! Le pagás a otro para hacerlo. Quiero verte fregar los pisos con cepillo y jabón, como se hacía antes, cuando vos no estabas. De rodillas. Humillada ante mí. Que la espuma purifique mis rincones y penetre en tu piel resquebrajada.
- Y sino ¿qué? – le pregunté
- Me quedo con tus medias, tus objetos, tus recuerdos.
La perversidad de la casa me fastidiaba
Lo pensé. Juro que lo pensé unos instantes que parecieron eternos. Tuve que elaborar la respuesta más adecuada a la situación.
- ¡Ma sí! ¡Guardate las medias!
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