La tarde soleada calentaba su cuerpo ya anciano mientras él caminaba perezosamente por la ribera del río. Una sensación de paz y placer iluminaba su rostro cansino y arrugado, curtido por tantos años de exposición al ambiente. La mansedumbre de sus movimientos daban cuenta de cuánto estaba disfrutando este momento único, al que pocas veces podía acceder y deleitarse.
De pronto la vio, allí sentada en ese banco en que tantas tardes compartieron amores y abrazos durante la juventud.
Se acercó lentamente, tan lentamente como pudo para estirar esos momentos que son eternos cada vez viene a este parque. Y son bien pocos.
- Me agrada verte aquí – le dijo.
- Y a mi. Venir fue una gran decisión, fue su respuesta.
- Hace años que ahorro todo lo que puedo para poder dar un paseo por este lugar que tantos recuerdos encierra de mi vida.
- Eso mismo hago yo. Extraño el perfume de las flores.
- ¿Fresias, no?
- Si. Fresias. Una de los más hermosos regalos que nos dio la naturaleza.
- Yo extraño las rosas rojas del camino entre la avenida y la ribera. ¿Cuántas veces lo hemos andado juntos?
- Cientos. Miles. Ya no lo recuerdo. Ha cambiado tanto la vida.
Ambos se quedaron callados. Sentados juntos en el banco que otrora los viera felices. Se tomaron de la mano en silencio. No se miran. Sus ojos están fijos en el agua que parece más cristalina de lo que recuerdan, y más limpia. Como si nunca hubiera existido vida en este río y, ni peces, ni barcos, ni hombres jamás lo hubieran penetrado.
De pronto aparecen mariposas que revolotean entre ellos luciendo sus alas coloridas. Las miran asombrados, tratando de atrapar con sus ojos los brillantes adornos de sus alas.
- Nunca vi tantas y tan variadas
- Debe ser un error. Se han equivocado de lugar. Aquí siempre hubo solamente monarcas y algún que otro limonero. Por los frutales que se cultivaban en la otra orilla.
- Error. Sí. Seguramente han errado en su ubicación. Pero son tan hermosas…
Siguen charlando de cosas triviales mientras ven caer lentamente el sol.
Ya es la hora de volver. No pueden demorarlo más. Han pasado una tarde única que no saben cuándo podrán repetir.
Se levantan del banco, sueltan sus manos y se abrazan fuertemente hasta sentir sus cuerpos doloridos. Se separan y se miran por última vez.
Un ruido metálico lo saca del ensimismamiento en que había quedado.
- Señor García. Ya concluyó su tiempo- le dice la empleada mientras abre la cápsula para que pueda salir y le desconecta los cables que tiene en su frente.
Él se levanta. Mira a su alrededor las otras cápsulas pensando qué lugares encontraría si las recorriera. Se pone su traje aislante, revisa si el resto de oxígeno es suficiente para llegar a su vivienda, y sale a la calle.
Ya nada es reconocible. Los incendios capitalistas habían terminado con la vida hacía muchas décadas. Ahora, solo quedaba esperar que alguna bacteria renaciera en los pocos ríos que aún tenían agua
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