Encontré una brocha de afeitar en la pileta del baño, entre la canilla y la llave del agua fría. Lo miré a mi esposo, y sí, estaba sentado allí frente a la televisión, detrás de su barba. Volví a mirar la brocha tratando de entender de dónde habría salido. Sentí que ella me devolvía la mirada. Caminé y me parecía que seguía mis pasos. Me puso nerviosa. Cada vez que recorría la casa una energía magnética dirigía mi vista hacia el baño. La brocha impávida. Quieta. Erguida. Esperando.
Pasó el día y la brocha inmóvil en la pileta. Llegó la hora de ir a dormir. No sabía si entrar o no al baño. Decidí entrar. Me lavé los dientes disfrutando esa anisada sensación de placer. El cepillo de dientes acariciaba suavemente mi dentadura despejando los restos de la noche. Me miraba en el espejo, en el que mi rostro se reflejaba con los años y el cansancio que el tiempo suma a la piel, cuarteándola y haciéndola más dura, menos brillosa. Me miraba, pero al mismo tiempo, también miraba a la brocha. En el momento de enjuagarme, me pareció que se corrió de lugar dando paso a que mi mano pudiera abrir la canilla de agua. Sentí que un escalofrío recorría mi cuerpo, pero deseché la idea y me fui a la cama.
Al otro día me levanté temprano. Fui al baño, abrí la puerta, encendí la luz. La brocha seguía en la pileta, pero se había cambiado de lugar. Ahora estaba al lado del grifo caliente. Se había recostado para pasar la noche. Parecía muy cómoda recibiendo los vahos cálidos provenientes de la cañería. No podía creer que se tumbara de lado. Las cerdas apuntando a la pared y la base para el lado de la cuenca del lavabo. Me senté en el bidet y apoyé el mentón de mi cara sobre el borde del vanitory, solo para observarla. Era linda. Base marrón, cuerpo torneado. Una franja amarillo-mostaza cruzando su cuerpo, marcando una circunferencia perfecta. Las cerdas también oscuras, estaban gastadas. Un poco desprolijas para mi gusto. A lo mejor era de dormir. No hay cabellera que se mantenga ordenada durante el sueño.
Puse un banquito en el pasillo por donde se puede ver la casa y el baño. Necesitaba sentarme a controlarla brocha. La ventana del baño permanecía siempre cerrada. Por allí no había entrado. La observé: se había levantado y me miraba desde el lado del grifo frío. Otro cambio de lugar. De eso estaba segura. Esa brocha tenía algo particular. Desafiante. Inquietante. Me quedé más de una hora cuidando la entrada del baño. Todo estaba en su lugar: el jabón, la esponja, el cepillo para lavarse la espalda, las toallas, los toallones, el shampoo, el enjuague, el desodorante, el maquillaje: ¡Y la brocha!
Mi esposo ya se había ido a un viaje de trabajo. Volvería el fin de semana. Seguí observando. Cuando vi que no se movía más, me puse a acomodar la casa. Después, ingresé al baño a guardar las toallas lavadas en el estante, y la vi. Estaba húmeda, como si hubiera sido usada. Tenía restos de jabón en sus filamentos. Jabón. No jabón líquido que es lo que hay en mi baño, sino jabón espumoso, como de crema de afeitar. Pienso en mi esposo y en su barba que tiene hace ¿cuánto?, ¿cuarenta?, ¿cincuenta años? Volví a mirar la brocha. Intenté agarrarla y buscar un lugar donde guardarla. Me esquivó. Se escapó de mi mano. Se deslizó por la bacha de la pileta y, aprovechando su redondez, iba y venía como en una pista de skater, esquivándome. Al final saltó de la pileta y rodó por el piso. Se escondió detrás de la cortina de la bañera, pero yo la encontré. Volvió a escaparse. Rodó hasta atrás del inodoro, después se fue al bidet. Intentó debajo de la pileta, sin pensar que ésta, está puesta de forma flotante. Salió rodando del baño y se escabulló por la casa.
Es sábado por la mañana. Siento que mi esposo se acerca arrastrando su valija. Abre la puerta. No lo saludo. Estoy debajo de uno de los muebles buscando con la linterna.
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