El UkuPacha inca, mundo de abajo, mundo de los muertos, de los no natos.
El UkuPacha nuestro. La salvación de mis tardes dolientes. Mi escape creativo
Como a mis doce o trece años alguna de las profesoras de “manualidades” me hizo trabajar con arcilla. Fue mi única experiencia. Tan corta, tan breve, tan insignificante, que no la recordé hasta hoy.
Hice una máscara representativa de un/una joven de algún pueblo originario. Sin modelo, sin orientaciones, sin conciencia de lo que hacía. Solo lo hacía. Cumplía con la tarea escolar. Muchos años mi mamá la tuvo colgada en la pared del comedor. No sé en qué momento desapareció ni cómo. Pero no volví a pensar en ello.
Hace dos años, mi sobrina – sobrina política dirían los que aman las exquisiteces de las cosas bien claras-. Bueno, ella, mi sobrina, después de mucho insistir me llevó al taller, a UkuPacha, y allí descubrí lo que es mi pasión.
Mi otra sobrina, Merce, sabiendo cuánto me gustaba y la felicidad que me producía, ofreció trasladarme “a clase” con su auto. Temprano me llevaba y mi esposo a la noche me iba a buscar. Hasta que ella también comenzó a ser parte de este misterio que se produce cuando tus manos se sumergen en barro.
¿Qué decir de éste: “mi” UkuPacha?
Si quiero describir a mis profes, no hay palabras. Generosos, brindadores de sabiduría, atentos. Buena gente. Gente dispuesta a dar en el más amplio sentido de la palabra.
Llegué en medio de mi quimioterapia. Con la cirugía reciente y el cuerpo aún entumecido. Cuando todavía no movía muy bien mis brazos, ni tenía suficiente fuerza para el modelado.
Si miro para atrás, si evalúo mi reicorporación, fue una falta de respeto para el taller. Realmente no podía manejar los elementos.
Pero eso al grupo y a mis maestros no les importó: en cuanto llegaba me ayudaban a ponerme el delantal y a sacármelo al irme, movían por mi las piezas, me preparaban “mi” mate aislado del resto, me cuidaron, me mimaron, me quisieron, me ayudaron. Pero no por estar enferma, sino porque son así: buenos, solidarios y dadores de amor hacia el otro. En todo momento sentí que su afecto me rodeaba, me envolvía, me apapachaba.
Hasta hubo un seminario de tres días. ¡Tres días! Diez horas cada uno…
Alba, el hada del barro que logra en nosotros estos milagros creativos, insistió en que asista. Me ofreció su cama si estaba cansada – y la usé, y la necesité- me cuidó los tres días… estuvo atenta a mis necesidades… ella y Gus… y mis compañeros… y Gian… ¡qué decir de Gian! Y el profe de ese seminario, un sobreviviente como yo, como tantos, en una ceremonia improvisada, me entregó un brebaje sanador hecho por sus manos para mi. Una mezcla de jugos de plantas y líquidos mágicos que me darían energía y sanarían mi cuerpo y mi alma. Y lloré. Lloré en silencio, conmovida por tanto amor.
Los miércoles no estaba enferma. Los miércoles estaba incluida en un mundo de creatividad y amor, permitiendo que de mis manos brotaran piezas especiales, pensadas, sentidas. Extensiones de mi ser hechas barro. Seis horas semanales en que no recordaba ni malestares, ni sala de quimioterapia, ni los doloridos brazos con callos de tantas guías que entraban y salían con venenos.
Y allí fueron naciendo silbatos para mis nietos, una serie de venus de distintas culturas que fueron a vivir con sus dueñas previamente elegidas, botella silbadora, máscaras… ¡Ya ni recuerdo cuántas piezas hice!
Todas fueron regaladas.
En general regalo siempre lo que hago, poco y casi nada queda en casa. Pero este año, especialmente este año, sentí la terrible necesidad de dejar testimonio de mi existencia
Kommentare