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Terapias

En homenaje a tanta mujer trans cuya vida fue descuidada


Fue a mediados del siglo XX que los electroshocks ocuparon el ranking más alto en las terapias contra las enfermedades mentales. Hasta ese momento, los locos eran recluidos y abandonados a su suerte en instituciones que solo se ocupaban de tenerlos allí y, con suerte, que comieran algo.

En esa época, el neurólogo Ugo Cerletti, dio al mundo la mejor alternativa de cura: la terapia electro-convulsiva. Cuando fue designado director del Departamento de Enfermedades Mentales y Neurología de la universidad de Roma, sostuvo que las descargas eléctricas podían ser controlables y predecibles. Habiendo ensayado previamente con cerdos, nada le impedía probar suerte con otros animales, y para ello, tenía a disposición los locos.


Enrique, había llegado a este mundo en la primera cuarta parte de ese siglo. Y desde que nació fue considerado raro por su familia. Desde pequeño mostraba signos inequívocos de trastornos. No obedecía a su padre, a pesar de que éste pretendía lograr la mejor educación que todo niño debe recibir para constituirse como un hombre de bien.

Su padre, un reconocido comerciante de la zona céntrica, dedicaba gran parte de su tiempo libre a la educación de sus hijos, tarea que había tomado bajo su más estricta responsabilidad. Comenzaba el día apenas los gallos cantaban y, en ese momento, hacía sonar la diana que ponía a su familia en marcha. Casado con una mujer 20 años menor, había logrado que ella, aún niña, obedeciera sin chistar sus reglas. A pesar de que las épocas iban cambiando, nada había traído a este hombre a los avances del siglo XX. Levantados todos, era el momento de ejercitar su poder de educación. Cada uno tenía asignada una tarea y su horario para cumplirla. Cada miembro de la familia debía realizar sin protesto las encomiendas del patriarca.

Camila, la esposa, era la encargada de preparar el desayuno del hombre, un café con leche con pan y manteca. Esta faena que parece sencilla no lo era tanto, ya que la temperatura de la infusión, así como las cantidades precisas de cada elemento, debían ser cuidadosamente medidas para no enfurecerlo. Tenía que ser servido en su taza, la que había traído desde su Rumania natalicia y en la que tomaba sus meriendas y desayunos preparados por su madre.

Su hija mayor, Ernestina, de apenas 9 años, debía lustrarle los zapatos y mantener limpia y planchada su ropa. Cada mañana recogía el calzado que había quedado a la noche preparado en una caja, y lustrarlo hasta dejarlo con el brillo exacto con el que él pudiera lucirse caminando por su negocio.

Enrique era unos años menor. Con sus 7 años era el responsable de velar porque las labores se cumplieran tal como al padre le gustaban. Él era el heredero. El machito que había esperado Don Costel, para velar junto a él en que los valores de los hombres se impongan por sobre las mujeres, a las que consideraba seres inferiores que solo podían funcionar si eran sometidas a la severidad de las decisiones adecuadas.

El problema era que Enrique no se sentía a gusto con esa función. A él no le importaba el lugar asignado. Era feliz cuando el padre no estaba y se escabullía entre los baúles de ropa de su madre y su hermana. Le gustaban los colores, los vuelos de las ropas, los movimientos de esos géneros sobre su cuerpo.

Don Costel no podía entender por qué su hijo no vigilaba adecuadamente el funcionamiento del hogar en su ausencia, y vara en mano y cinto en revoleo, día tras día intentaba enseñarle los por qué de la necesidad de asumir el rol asignado. Mientras Enrique era castigado, su madre y su hermana, no esquivaban el doble de lo que él recibía. Por lo que les correspondía por ser mujeres, y por los que su hijo no propinaba.

Así fue creciendo Enrique. Golpeado hasta sangrar y humillado hasta llorar. Su vida se desenvolvió como pudo entre secretos y malos tratos. Con su madre apañando y su hermana acumulando odio y sed de venganza hacia su padre, pero también hacia su hermano, al que consideraba un cobarde que prefería ser golpeado en vez de asumir su papel de mando.

Llegados a la adolescencia, Ernestina entendió que nunca iba a ser libre de este hombre que la sometía a diario a sus caprichos y que no le permitía salir a la vereda, hacer una compra o tener una amiga. Ni siquiera asistir a misa, ya que su padre ortodoxo desde su nacimiento, desconocía la religión católica a la que concurría la mayoría del barrio.

Así fue que la joven comenzó a pergeñar su venganza.

Mientras la diana seguía tocando de madrugada, su madre obedecía y su hermano sufría los castigos por no castigarla, ella iba descubriendo la vida oculta de este hombre que año tras año imponía su mandato. Así, un día olió perfume que no era de su madre, y otro día encontró manchas de rouge en la solapa del saco.

Ella seguía preparando la ropa del padre y seguía vigilando las andanzas de su hermano por los baúles y las tardes solitarias. Un domingo, cuando Enrique pensó que todos dormían, fue a los baúles y vistió sus tules y volados. Ese domingo, Ernestina, llevó a su padre engañado para mostrarle el desgaste del traje de fiesta que inconfundiblemente vestía cada viernes y sábado, para llegar de madrugada. Ese domingo, Enrique vistió por última vez el vestido a lunares. El golpe que recibió le arrancó la sonrisa y la felicidad de los vuelos para el resto de su vida. Fue el último día que lo vieron en la casa. Fue llevado, con chaleco de fuerza, hacia el nosocomio donde pasaría el resto de su vida.

Su padre no lo visitó nunca y su hermana, no tuvo el tiempo suficiente para lamentar su error, encontrando la redención en la soga que pendió del techo. Don Costel, no se resignaba al destino fallido de ese hijo, que seguramente fuera el producto de su esposa tan joven a la que no puso los límites suficientes y permitió que el consentimiento malformara ese vástago. Habló con cuanto médico encontró. Buscó terapias que volvieran a hacer a su descendiente el macho que habían parido. Y encontró en Italia la solución que buscaba.

Las sesiones comenzaron antes que Enrique fuera mayor de edad, en una época en que su cerebro aún no estaba formado. La expectativa estaba puesta en la cura milagrosa en que el pasaje eléctrico desterrara de su cuerpo los malos hábitos de este hijo, al que necesitaba de regreso para cumplir el mandato.

Poco le importó su otra hija. Poco le importó que su esposa suplicara. Poco le importaron las babas que ya no podían contenerse en esa boca atravesada por la corriente eléctrica.

Un día, alguien registró en las actas del experimento que se transformara en la elite de los tratamientos en los manicomios. Y otro día alguien dijo que no se hiciera más. Y otro día, muchos años después, otro investigador llegó a ese registro. Las confusas actas leídas para su tesis, daban cuenta de la muerte prematura de ese hombre que, al decir su última frase desde la profundidad de la hipnosis, quedó fulminado sobre la camilla en la que estaba amarrado. El hacedor del registro se preguntaba desde que profunda oscuridad, de las sombras de su vida, lo estaba interpelando

La norma representa un nuevo avance en la ampliación de derechos en el país. Hubo 55 votos a favor, uno en contra y seis abstenciones. Euforia en las organizaciones de la diversidad

A casi 100 años del nacimiento de Enrique, el Dr. y Magister en Neuropiscología, especializado en enfoques de género, apagó el televisor. Se sentó en su cómodo sillón al lado del escritorio de su céntrico consultorio privado. Por la ventana entraban los gritos de felicidad de muches personas festejando el avance y el reconocimiento a un derecho tantos años postergado. Los cánticos y bocinazos completaban ese paisaje que permitiría a muchas mujeres trans conseguir trabajo digno.

Se quedó pensando en los 40 años de sobrevida de este colectivo. 40 años, pensó, el doble al de Enrique. Escucha los sonidos de afuera y escucha las palabras de adentro. Las que pronunciara antes de morir torturado en una camilla del mejor hospital privado de la época. Los entiendo- dijo­- pero les pido que, por favor, me entierren con el vestido a lunares.

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