Con suave y acompasado andar se dirige al encuentro. Su paso siempre alerta, le permite deslizar el cuerpo con exactitud y premura, aunque sigiloso y lento. El frío golpea fuerte contra las articulaciones. Caminar se convirtió en un esfuerzo al que, si bien ya conoce, sabe que jamás se acostumbrará. La blancura del paso, las huellas que deja al transitar y el ejercer fuerza sobre el suelo, no es algo que en este momento le preocupe. Solo ansía llegar y es todo en lo que puede pensar.
Sus hijos la esperan y son muy chicos como para ayudarla. Requiere mucha pericia caminar por el océano cristalino del camino. Profundidades impensadas, aristas diluidas en la resplandeciente hondonada. Y el impasible invierno que se hace sentir aún entrada la primavera. Y con él, llega siempre la escasez. El tiempo de búsqueda de provisiones se determina por la duración y calidad de los alimentos conseguidos. Todo se dificulta, pero ellos no entienden de demoras cuando el estómago duele de hambre. Debe abastecerlos y por eso emprende este recorrido que por suerte no es diario.
Camina el territorio compartido con muchas otras de su género. Pisa con mucho cuidado sabiendo que ellas, aunque ausentes, están presentes y van a defender lo que les pertenece. Pequeños montículos de hojas y marcas en los árboles, son las señales que indican su presencia. De ellas y de él, y eso le revela que debe extremar el cuidado. No quiere cruzarse con nadie que pueda alterar sus planes. Bastante dificultoso es llegar vivos al fin de la temporada.
De pronto, los blancos copos se hunden bajo su peso y la dejan caer hacia la nada misma… Siente su cuerpo en el vacío y emprende la desesperada rutina de aferrarse a algo, cualquier cosa que le permita volver a su morada. Da vueltas en caída. Manotea el vacío desesperada. Movimientos rápidos, intensos, exasperados. La agilidad que la caracteriza le permite asirse de una rama que sobresale en la blancura del paisaje. Se toma con fuerza. Por unos momentos cuelga en el abismo hasta que logra estabilizarse y montar sobre ella, desde donde analizará la situación para buscar una salida. La contextura de su cuerpo es su gran aliada. Las piernas, fuertes y robustas, le dan la firmeza que necesita para mantenerse erguida en ese tronco adormecido por el frío. Sube todo su cuerpo. Retoza unos segundos. Intenta retomar su energía. Respira agitadamente y mira en derredor, no especulando sobre lo que podría haber pasado, sino intentando encontrar el lugar preciso por donde efectuar su escape.
Descubre a lo alto una roca que sobresale. Comienza a contemplar la posibilidad de saltar hacia ella. ¿Llegará? Debe hacerlo. Es la única opción posible. Calcula con precisión. Retrocede su cuerpo como si fuera el fuelle de un acordeón pronto a emitir el más bello de sus sonidos, y despliega su maestría felina en un salto que podría haber ingresado a cualquier récord que se estuviera llevando adelante en ese momento. Se aferra a la roca con toda su energía. Puja para elevarse y continuar la salida del precipicio en que se encuentra. Lo logra. Se afianza con seguridad al peñasco. Se yergue en él y toma aire. Necesita que sus pulmones y el corazón recuperen su ritmo cotidiano. Sabe que si ella muere, las otras, las que rondan por allí, irán por su prole.
Una vez recobrada emprende nuevamente el viaje. Pero no puede llegar sin nada. Agudiza la vista en busca de algún alimento. Una liebre la mira a la distancia. Una mirada mutua que paraliza a una y moviliza a la otra.
Así, al encenderse el cielo de la tarde y teñir la nieve, llega a la madriguera con el alimento que mantendrá vivas a sus crías. Así, el rojo coloreó el blanco exterior de la cueva en un desesperado y angurriento despertar de los cachorros despellejando la suave piel que cubre la deliciosa carne.
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