La sala de espera del hospital del sector “Oncología radiante”, me impresiona.
Todos sentados allí. La TV encendida. Ojos puestos en ella, o en celulares, o en revistas de chimentos, o en la nada misma…
Todos en silencio. Todos igual de enfermos.
Algunos con más cabello, otros con menos, otros más gordos, otros más demacrados, otros coloridos, otros paliduchos, otros familiares o amigos acompañantes.
Pero todos, todos…
…Esperando
…Enfermos
…Esperanzados
…Entregados
Cuando ingresé hoy, me hicieron firmar “el consentimiento” retroactivo al primer día en que concurrí, hace casi un mes.
Lo leo y veo palabras que juntas asustan por el contenido que implican.
Pienso en ello y en las posibilidades.
“Consentir: enunciado, expresión o actitud con que una persona consiente, permite o acepta algo”.
Dejo volar mi imaginación pensando qué hubiera pasado si no consentía.
Es una idea que toda la mañana rondó por mi cabeza. ¿Valió la pena? ¿Cómo hubiera sido este año? ¿cuánto dolor fue evitado para mi y para mi familia? ¿Dónde estaría hoy? ¿Estaría?
Solo pensarlo me estremece, aunque reconozco que es una realidad a considerar. No somos eternos y lo sabemos, pero lo olvidamos. Y vivimos y gozamos la vida porque sino sería insoportable transitarla.
Consentir fue una decisión. Fue pedir socorro y aceptarlo para alivianar el camino hacia el destino final.
Consentir fue vivir. Consentirme el vivir.
Esa fue mi elección y es mi regalo. La frutilla que decora mi torta de la vida.
Decidí consentir, porque decidí vivir.
Y en esa tarea estoy. En esta sala de espera. Con compañeros de ruta con quienes consentimos seguir en este mundo.
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