Soy Fidel y vivo en Bariloche.
Hoy me desperté temprano. Llueve. No hay nada que me guste más que un día de lluvia. Me encanta quedarme un rato más en la cama escuchando. Las gotas de agua sobre el techo, forman una música que hace que me transporte a otro mundo. Un mundo de ensueños. No sé explicarlo bien, pero es como si una nostalgia linda, gratificante, se apoderara de mí. Los días de lluvia me siento feliz. Los disfruto. Me gusta el olor a la tierra mojada. Mirar el color del cielo. Sentir la frescura de los árboles húmedos, saberlos vivos y pensar lo que esas gotas les transmiten para que puedan alimentarse de los nutrientes de la tierra.
Me acomodo en la cama y entrecierro los ojos para sentir profundamente el canto de las gotas en la cobertura de la casa.
Como todos todavía duermen, me levanto despacio y me voy a la planta baja. Me preparo una leche y enciendo la play. ¡Momento único! Me gustan mucho estos instantes en que solo el ruido del agua cayendo del cielo me acompaña. Me abrigo con el poncho, siento mi cuerpo calentito y protegido por la casa y sus habitantes. Valiente, mi gato, ronronea y se pone a mi lado buscando esa caricia que nunca que le falta y que tanto nos gusta a los dos.
De a poco se fueron despertando todos. Mi papá se sentó al lado mío a jugar un rato antes de irse a soldar. Mi mamá preparó el mate y me hizo otra leche. Después se puso a trabajar en la computadora mientras las chicas seguían durmiendo un rato más. A ellas la lluvia las pone remolonas.
Fue transcurriendo la mañana, y el paso de las horas se llevó el llanto del cielo hacia vaya uno a saber qué otros lugares del planeta. El sol comenzó a ocupar el espacio desplazando a las grises capas nostálgicas que lo dejan brillar en todo su esplendor. Señal de que tenía que empezar a planear la salida con mis amigos y el encuentro cotidiano en la placita. Nos encanta encontrarnos allí y charlar. Siempre tenemos temas para estar mucho tiempo conversando.
Llega la hora convenida y me dispongo a partir. Tengo ganas de ir con la bicicleta, pero lo pienso mejor. Debe estar todo mojado y resbaladizo. Mejor voy caminando. No es tan lejos, y seguro el camino está hermoso con sus tonos de verde después del agua y el sol filtrándose entre ellas.
Salgo para el encuentro. Me gusta ir mirando las copas de los árboles. Descubro que aún quedan gotitas que están aferradas a las hojas o a las ramas de algunos de ellos, y que el sol, al atravesarlas, forma pequeños arcoíris solo visibles para los que sabemos descubrirlos.
Cuando hice unas dos o tres cuadras, escucho que una bicicleta quiere pasarme. No la había visto venir. Me sorprendo y de un saltito, me salgo del camino para dejarle paso. La siento acercarse a toda velocidad. El traqueteo de la vibración contra las rocas del suelo y las ramas caídas. El tintinear de los guardabarros sacudidos por lo desparejo del terreno. Pasa cerquita mío. Siento el viento que hace casi rozando mi brazo izquierdo, mientras yo miro el suelo donde caí parado al dejarle paso, para saber dónde estoy pisando y evitar caerme. Levanto la vista una vez que pasó, pero: no hay nada.
Una sensación de incertidumbre se apoderó de mí. Juraría que escuché el ruido, el roce del aire desplazado por su velocidad al pasar al lado mío. El movimiento de sus partes al moverse por el terreno. Busco con la mirada algún rastro. Nada indica que una rueda haya pisado este sendero.
¡Wow!- pienso- esto sí que es raro.
Llego a la plaza y me encuentro con todos. Les cuento mi aventura. Se ríen. Me dicen que estoy loco. Nos reímos un montón. Llegamos a la conclusión que como me desperté muy temprano, seguro lo soñé despierto. Indudablemente estas cosas pasan. ¿Seguro? Les digo que sí, pero no me siento muy convencido.
Por un buen rato me olvidé del asunto. Estaba buenísimo este encuentro. Caminamos por la plaza. Charlamos de celulares. De jueguitos. De la escuela. De la pandemia. De las chicas. Me encanta encontrarme con ellos. Un día perfecto: lluvia a la mañana y placita a la tarde. Faltaría un helado a la noche o un asado con mi papá, y ¡completo!
Sin embargo... Mientras estoy en la plaza, con mis amigos, oigo otra vez la bicicleta. Una sola vez pregunto en voz alta si alguien la había escuchado. Pero se rieron y se burlaron tanto de mí, que no volví a decir nada. Pero yo la oí. Dio dos vueltas a la plaza. Se escuchaban muy bien los giros de los pedales y el movimiento de las ruedas alrededor de donde estábamos sentados.
Pero la buena compañía y las charlas tan interesantes, hacen que no lo tenga tan en cuenta.
Llega la hora de ir cada uno a su casa. Como ritual cotidiano, todos preguntamos si podemos ir a la casa del otro. Y como ritual cotidiano, nuestras madres y/o padres, nos contestan que nos dejemos de hinchar y volvamos a nuestras casas que ya fue bastante por hoy. Sabemos que nos van a contestar eso, pero igual probamos. A veces nos sale bien.
Emprendo el camino de regreso por el mismo lugar en el que vine. Pero ahora un poco más cansado. Pasaron muchas horas y me levanté muy temprano.
Cuando voy andando despacio, mirando no meter el pie en algún charco tardío, vuelvo a escuchar la bicicleta. Esta vez me corro, pero acomodándome para verla venir. La siento, pero no la veo. Nada hay en el camino que se parezca. Ni viento que pueda hacerme creer que el movimiento de ramas se parezca al ruido de una bicicleta.
Ahora sí me asusto. Camino más rápido. La bicicleta está siempre alrededor mío. La percibo muy cerca. Da vueltas en círculos a medida que avanzamos. No me toca. No se acerca. Pero está. Escucho el pedaleo.
Lo llamo a mi papá por el celular, le digo que se está haciendo de noche y si me puede alcanzar en el camino. Mi papá me dice que ya sale. No le cuento. Pero tengo miedo.
Lo veo a la distancia y eso me tranquiliza. Con la figura de él acercándose la bicicleta desapareció.
Mi papá se asustó cuando me vio. Me dijo que estaba pálido. Que para qué me quedo tan tarde en la placita si después me da miedo volver. No le digo nada. Solo quiero meterme adentro de casa.
Cuando llegamos, mi papá me pidió que lo ayude a correr algo en el taller porque solo no puede. Me voy con él. El taller está pegadito a nuestra casa. Lo hizo hace poco. Es muy grande, así que aprovechamos y allí guardamos también algunas de nuestras cosas.
Movemos el estante que estaba soldando hacia un rincón. Allí la veo. Mi bicicleta no está donde la dejé. Todavía los pedales están en movimiento.
Comments