Me llamo Juan Ariel. Vivo en Ciudad Evita. Me gusta este lugar porque tiene mucho verde, mucho jardín, pero sobre todo, está lindando con el bosque que comienza aquí en el límite sur y se extiende hasta Ezeiza. Antes era más grande, pero distintos barrios y asentamientos nos fueron quitando verde y sumando otros paisajes. No peores, sino distintos. Yo nací acá y viví feliz siempre. Todavía conservamos esto de la vecindad como familia cercana.
Los jardines en primavera son como grandes perfumeros. Azahares, caléndulas, rosas, fresias: ninguna flor escapa a mi olfato. Amo sentir el exquisito aroma que emana de las distintas viviendas, que recorre mis sentidos y alerta mi instinto más primitivo. Siento que todo mi cuerpo vibra y se pone a disposición de la belleza natural. Camino por las calles lo más erguido que puedo, porque últimamente una pequeña joroba parece querer formarse en mi espalda, pero dice mi mamá que con Pilates y un poco de reiki se me va a mejorar.
Soy el menor de una familia numerosa. Mis padres me cuidaron mucho y se preocuparon por mi, cosa que no entendí nunca pues hasta los vecinos y otros familiares siempre se extrañaron por mi fortaleza. Pero bueno, así son los padres ¿no?
Desde que nací tuve músculos particularmente desarrollados. Piernas y brazos peculiares para mi edad. Por eso me buscan los vecinos cuando se les queda el auto y hay que empujar, o hay que forzar una puerta trabada, o una pieza mecánica, o desenterrar un árbol que ya cumplió su ciclo. Me fui poniendo cada vez más fuerte y más gruñón, pero soy solidario. Me gusta ayudar, pero más me gusta estar solo. Solidario y solitario. Porque, a decir verdad, es un buen vecindario, pero me llaman o me saludan cuando me necesitan para hacer fuerza. Sino me esquivan. No les gusta mucho mi aspecto. No soy tan hermoso como mis hermanos. Por eso nunca conseguí novia, creo.
En cuanto a gruñón, sí, lo reconozco. Sobre todo, en verano. Los estíos de Buenos Aires son muy pesados, muy húmedos y calurosos. ¡Encima yo tengo tanto pelo! El de la cabeza no me molesta, porque me hago una colita o un rodete, o lo disimulo con rastas. ¡Las rastas me encantan y a nadie le llama la atención si las uso! Lo que me molesta es el resto del cuerpo. No tengo forma de disimularlo y me da vergüenza andar en musculosas o pantaloncitos cortos. ¡Qué se yo! Cosas que se me ocurren. La verdad es que me pongo de muy mal humor y, si me hablan y estoy distraído, soy capaz de gruñir y espantar al más valiente.
Lo que más me gusta en esta vida es caminar por el bosque. ¡Qué paz! ¡Qué placer estar entre los árboles! Lo disfruto mucho más de noche, cuando el blanco destello de nuestro satélite rocoso ilumina el monte. Nada como andar solo a la luz de la luna. Algunas noches camino, camino y camino, y pierdo la noción del tiempo y la distancia. Me absorbe tanto el entorno que cuando llegan las primeras luces del alba no recuerdo dónde estoy ni qué hice. Eso es feo. Mi mamá, sobre todo, está preocupada y quiere hacer algo al respecto. Siempre me dice:-“Juancito, eso está mal… es peligroso… ¿Cuántas veces pasan cosas malas en el bosque que uno se entera…? un día te va a pasar algo a vos”- Pero yo me pregunto ¿qué me puede pasar si en el barrio todos me quieren? ¿o no me quieren? Es cierto que me miran muy mal cuando me ven volver de madrugada, sobre todo si hubo alguna historia de esas que se cuentan y yo, ¡como si nada! Pero siempre alguno requiere mis servicios, y voy, no dudo en hacerlo. En general, me quedo esperando que me digan gracias o me den la mano o algo, pero ya me acostumbré a que una vez terminado lo que fui a hacer, miren el piso y se vayan caminando para atrás lo más rápido que pueden. En fin. Supongo que será una costumbre que no logro entender aún. No importa. Mi espacio está en el bosque. En el deambular nocturno. En mis caminatas incansables que me mantienen vivo y en contacto permanente con los animales que habitan la noche.
En el trabajo, soy muy respetado, tengo un alto puesto que gané con esfuerzo y sacrificio (y un poco de ayuda de mi viejo que se jubiló como jefe). Allí me respetan. Me llegan los mails o los llamados telefónicos pidiéndome opinión cuando estoy en la oficina, generalmente con la puerta cerrada mirando por el ventanal las espaldas de otros empleados que, por respeto, jamás miran para mi lado. Lo que no entiendo es por qué nunca me llegan los mensajes cuando hay una fiesta o se juntan a tomar una cerveza. Es que saben que el traje me pone de mal humor por el calor y me molesta mucho la corbata con la barba. Si me invitan pasaría un mal momento en un lugar cerrado.
Así es mi vida, se lo cuento porque ud. me pidió que sea lo más sincero que pueda. Y, yo sé que es importante, pero no quisiera confesarlo porque reconozco que es raro y jamás lo puse en práctica. Eso sí: tiene que prometerme que nunca se lo va a contar a nadie. Lo que realmente a mi me cuesta mucho dominar, porque es una fuerza casi irresistible con la que lucho con todas mis fuerzas, es la necesidad que tengo de agacharme a oler los traseros de todos los que cruzo por la calle.
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