¿Qué hacemos dos viejos en pandemia?
Ese domingo fuimos con mi esposo a buscar la carne a lo del “Turco” Ahmed. Carnicería pequeña, casi como una pelopincho mediana. Todo está pintado de blanco, hasta las heladeras. Sensación de limpieza. La empleada baldea a la mañana y al cerrar al mediodía, para repetirlo como ritual, nuevamente a la tarde. Sin luces rosadas sobre la carne. Tiene de todo: carnes, encurtidos, vinos, aperitivos. Pero también tomates envasados, arroz, mayonesa, papas congeladas, pan, bizcochitos y pastafrolas. Te recibe un banco de madera en la puerta, para que los más cansados esperemos sentados (¡lo bien que me vino durante la quimioterapia ese asiento!). El turco no tiene más de 30 años. Vendedor amable que genera ganas de volver. Ese día, nos despedimos con un ¡hasta dentro de un mes! demostrando una ingenuidad que hasta da ternura.
La extensión del encierro puso en evidencia la experiencia de los años y la creatividad que podemos tener los mayores.
Los primeros días, dábamos vueltas por la casa. Sobre todo, mi compañero, Antonio. Nada de ordenar, la cosa era hacer fiaca. Los dos tenemos más de 60 años. Yo cumplo a fin de mes 63 y mi esposo este año 68, pero igual trabajamos y mucho. Él reparando lavarropas, desarmando y rearmando los artefactos de otros. Buscando dar respuesta rápida: la gente ya no lava a mano. Yo, en la universidad y en la formación docente. Nos vino bien el descanso, aunque ya venía “descansando” del trabajo desde hace dos años. Paradójicamente tuve el alta laboral en medio de la pandemia.
Descubrimos que no convenía no hacer nada. El invierno, el frío y la humedad de la casa, nos iba a llevar por mal camino.
La primera decisión que tomamos fue no salir. Pusimos como límite dos metros adentro del jardín, contando desde la reja perimetral hacia el interior de la propiedad. Distancia necesaria por vivir sobre una avenida muy transitada en C. Evita.
Nuestra vereda, es la del lado de las casas. La de enfrente, la que concentra los negocios. El tránsito de gente justifica los dos metros. Dificulta el riego, pero buscamos horarios para que el tilo y el cantero de margaritones de la vereda se mantengan vivos, así como la grama que la cubre. En el interior, los rosales, los jazmines y las macetas con geranios, fresias y lobelias, mantienen distancia desde antes del ASPO.
Organizamos tareas: la limpieza fue un gran tema. Cuando comenzó la cuarentena, no tenía fuerzas ni para hablar y debía curar una quemadura recuerdo de los rayos. Decidimos hacerlo juntos. Coordinamos: yo barrer, porque él no lo hace bien. Antonio pasar el trapo de piso. Yo la cera. Él la enceradora. Cada siete o diez días. Nadie entra. Nadie ensucia.
Nuestro hijo mayor se dedicó a trámites, farmacia y almacén sin ingresar a la casa. Nahuel, que nació en el ‘78 en Chubut cuando por Buenos Aires las cosas estaban muy turbias, es un buen hijo. Parco en sus expresiones, pero dispuesto a estar siempre que hace falta. Con sus tiempos, eso sí. Profesor de Historia y solidario en el reparto de bolsones de alimentos en las escuelas. Intentamos no molestarlo más de una o dos veces por mes. No lo hicimos durante mi tratamiento, tampoco ahora.
Consensuamos también rutinas que nos vinieron muy bien y encaramos tareas novedosas que vinieron mejor.
Empezar la mañana muy temprano. Generalmente cerca de las 6. Con el mate como fiel compañero. Ceba Antonio con yerba Unión, endulzado con Hileret y con café torrado. Mi esposo, ex ferroviario, lo hace riquísimo, pero jamás se acostumbró al amargo. Tomar mate y charlar. Costumbre que sostenemos desde que vivimos juntos. Pero esta vez sin horarios. Una pava, dos. Lo que tuviéramos ganas. A la tarde té con limón, porque en realidad a él no le gusta el mate. Lo hace por mi.
El desayuno se acompañó con lecturas: releímos “Cien años de soledad”; volvimos a “Sinceramente”; “Las zonceras” versión Aníbal Fernández; nos clavamos con el libro del hermano de Macri del que no quiero acordarme; compramos “Néstor“, del Topo Devoto; el “Funes, el memorioso” de Gustavo Campana. Nuestra librería, nos envía los libros con un remis. Y la casa de lanas, elementos para enredar. Las mañanas transcurrieron entre mates, lectura y tejidos. Puro placer.
A veces, en pleno invierno, una siesta colada a media mañana, lamentando que la cuarentena llegara 20 años más tarde de nuestras posibilidades, solos y con la cama a disposición. ¡En fin! Después, a organizar el día en forma estricta: qué cocinar al mediodía, qué comer a la noche. Listo.
El humor siempre presente. Mi esposo hizo del celular su amigo inseparable. Eternamente en su mano. Un nuevo eslabón en la evolución de la especie. Una extensión en su brazo izquierdo con una mano morfológicamente adaptada para que el aparato encastre. Yo llegué a pensar que vivíamos tres en la casa: él, yo y su celular. Sumado a ello, su afición al fútbol que lo llevó a relatar todo en tono de relator: - ¡Y ahí viene el delantero, Zavaterelli! ¡Se acerca al huevo! ¡Y se mete en la fuente revolcándose para pasar al pan rallado! ¡La milanesa está lista! ¡Y se cocina…! ¡Se cocina…! ¡Se cocina…! ¡Y se cocinóooooo…! Este tema, que parece superficial, casi causa el divorcio después de cuarenta y cinco años. El amor pudo más que la desesperación. Por suerte lo canalizó con amigos que están solos. Y yo descansé.
Para mi, fue una ampliación de años anteriores, sin tratamientos invasivos. Él, sumó cambios a lo cotidiano: participó en cinco cursos de historia: tres con Felipe Pigna, y dos con Jorge Dorio. Se dio el gustazo que no pudo de joven. Siempre quiso estudiar, pero cuando terminó su secundario (ya casado y con los hijos) no se animó a empezar la carrera.
Al tiempo decidió retomar el arreglo de los lavarropas. Consiguió que los clientes se lo trajeran a casa. Tres días “en cuarentena”, previo rociado en alcohol, y comprar en la distribuidora de repuestos lo necesario, con moto de entrega. No abandonó nunca sus otras tareas: pasar el trapo de piso y regar el jardín y la huerta todos los días.
Yo tejí de todo: muñecos, vestidos, camperas, tapados, gorros, cortinas. Mis nietites pedían por videollamada, lo hacía y mi hijo lo enviaba por encomienda. El Whattsapp fue un aliado para acortar los más de 1500 km a Bariloche. Hemos jugado a las cartas, pintado y hasta inventamos una escondida virtual que recomiendo. Desde la pantalla podés contar, o te esconden en un ropero o adentro del bolsillo. Es muy inquietante cuando se van a tomar la leche o hacer pis, y se olvidan que están jugando. También, lectura. Disfrutamos mucho los cuentos infantiles de ambas bibliotecas. El mejor fue “Dragón”, de Gustavo Roldán. Los más divertidos fueron los cuentos fantásticos que inventé, con ellos como protagonistas. Porque otra cosa que hice fue un taller de escritura fantástica. Y publiqué un libro de mi experiencia con el cáncer, y un blog.
El aislamiento se prolongó, pero algunas salidas hicimos:
● Una consulta al médico por dolores relacionados con la cirugía en la que me extirparon 8 tumores de dos tipos de cáncer. ¡Mirá si le voy a tener miedo a un virus!
● Los controles rutinarios post tratamiento. Nahuel, mi hijo, juegando un gran papel, porque es quien va a mis consultas médicas y lleva los informes. O me lleva con mi auto. Yo podría ir sola, pero no me deja. Antonio se queda en casa. No se expone al contagio. Solo una vez por semana saca la basura a la vereda, riega el pasto y pispea el barrio.
● Otra vez fuimos juntos al laboratorio. Llegamos temprano. Entramos primeros. Al volver, dejamos el calzado afuera, nos desvestimos, nos bañamos y nos pusimos otra muda que habíamos dejado preparada.
● Dos o tres días salimos a caminar a las 7 am, pero cruzamos tanta gente conocida y charleta, sin barbijo, que desistimos.
Llevamos diez meses adentro de casa. Más de un año sin ver a Abel, nuestro hijo menor, a Carla, su compañera y a les nietes. Sin familia, hermanos o sobrinos. Sin festejar cumpleaños. Sin abrazar ni ser abrazados. Sin brindar el año nuevo y despedir el viejo. Sin saber si en el barrio hubo cambios y construcciones, o destrucciones.
Un tiempo que a nuestra edad ya no se recupera. Que administramos a cuenta gotas porque nos sabemos finitos y cercanos a que la cuerda se rompa. Y las dudas y los temores. Y las incertidumbres. Y las broncas. Y los desconciertos que siembran a diario los destiladores de odio sobre la sociedad y sobre nosotros. Las búsquedas de verdades. Los encuentros con mentiras. Y los conocidos caídos porque no se cuidaron o, porque a pesar de hacerlo, fueron alcanzados por este invisible enemigo que nos acecha.
Escribo este final que se acerca al final real: hace pocas horas autorizaron la vacuna para nosotros, los viejos que en pandemia hacemos lo que podemos.
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