Otro día de estudios. Hoy me tocó tomografía.
Ingreso. Subo a la camilla. Viene el técnico. –Usted ya estuvo- me dijo.
¡Claro!- le contesté- Probaron si entraba en la máquina pensando que me iban a sacar como a Homero y les di una sorpresa. Entré y salí solita del tomógrafo…
Nos reímos un poco. Pero la verdad es que me puse muy nerviosa.
Lo desconocido produce temor.
Así se lo dije al técnico. Me respondió: -Te estamos cuidando.
Y es cierto. Me están cuidando. Me estoy cuidando.
Nos cuidamos. Me cuidan.
Solo el que pasa por esta situación, sabe y conoce de la tensión existente entre tus miedos y el afecto y cariño de quienes te están ayudando.
Eso sentí hoy. Fueron varios pasos: acomodar el cuerpo, quedarme quieta, marcaciones con fibras, marcaciones por medio de un tatuaje con una aguja y tinta china.
Y aquí otra vez surgió mi infancia.
Resulta que cuando era niña era muy amiga de tocar cuanto perro se cruzara en mi camino. Los amaba. Los tocaba. Conocía a todos por su nombre. No a mis vecinos, pero sí a sus perros. Me había hecho muy amiga de Cátulo Castillo, el tanguero, que vivía muy cerca de casa y era amante de estos animales. Los tenía por docena hasta que les conseguía hogar nuevo. Y esa era la parte en que yo lo ayudaba.
Pero vuelvo a mi niñez, más niña aún. Resulta que tanto tocaba perros callejeros que más de una vez conseguía de ellos que me mordieran (seguro los molestaba bastante). La cuestión es que antes las vacunas antirrábicas eran como 23, y a mí me las dieron muchas veces. ¡Pero sin aguja! Parece ser que la enfermera se compadecía de mi falta de aprendizaje y la reiteración del mismo error, y me decía que no hacía falta pinchar mi cuerpo para que el líquido salvador ingresara a mi rescate.
Cuando cumplí 7 años me tocaba la última dosis. Última, última. Nunca más repetí la historia de las mordidas.
Pero ese día no estaba la enfermera de siempre.
Heroicamente me acerqué y le dije: - Ya estoy grande. Hoy cumplo 7. ¡Deme la vacuna con aguja!
- ¿Qué?- me dijo- Nena, siempre son con aguja.
¡Para qué…! Lloré desconsolada. Me dolieron todas las series de inyecciones juntas. Todas juntas. Me dolieron meses… años… hasta no tocar más perros por la calle. Pero igual seguí con mi amigo buscando casas para ladradores.
Cuando hoy me dijeron que me iban a pinchar para hacerme las primeras marcaciones, me acordé de esta historia.
Le dije a la técnica si podía llorar o me la daba sin aguja.
Me miró desconcertada pensando que había enloquecido. Le expliqué. Muy jovencita para que le diera risa.
Y me pinchó. Y tuve ganas de llorar, pero no lloré. Perdí la oportunidad de descargar un poco de temor usando una excusa infantil.
No importa. En la semana me van a hacer otras marcaciones. Ahí voy a pedir directamente que sea sin aguja, así cuando me digan: -Nena, siempre son con agujas-, podré descargar mi reservorio de lágrimas que hace tiempo quieren salir y no encuentran por dónde hacerlo.
Comments