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Muralla china

La muralla china. Ese sin número de rocas talladas y ordenadas para separar a unos de otros. Ese lugar en que se caminó por siglos, esperando que funcionara como intranquila frontera entre estos y aquellos. Piedras sobre piedras. Almas sepultadas en años de faena y estrepitosas batallas. Caminos que recorren miles de kilómetros de senderos de húmedos y olientes, protectores de riquezas y bienes de los señores, a costa de innumerables vidas que estuvieron a disposición del poder de turno. Caminos y puestos de guardia, que dejan visibles los motivos de esta construcción que puede verse desde la infinitud del cielo.

La muralla china.

Estoy ansiosa por caminarla y recorrerla. Con los ojos abiertos para absorber los paisajes de aquellos que tan lejanos nos parecen.

Preparo mi viaje. Busco comprar los pasajes y organizar mi estadía. Necesito encontrar un o una guía que sepan llevarme exactamente a ese tramo de muralla en que se desarrolló la historia que tantas veces me han contado.

Mi bisabuela se la contó a mi abuela. Mi abuela a mi mamá, y mi mamá a mí, que llevo su nombre. Yo, se lo cuento a Uds.

Me llamo Mei Ling, que significa “hermosos destellos de piezas de jade". Y como jade, toda mi vida vestí de verde y blanco, alternando ambos colores en sus variantes tónicas. En mi familia, cuando nace una niña primogénita se la nombra como a ella, la de la leyenda. Yo soy la primera niña nacida en la quinta generación, después de otras tantas que me antecedieron, pero de las que perdí rastro en el tiempo pues no cumplieron su cometido.

Desde pequeña me fue narrada su desdicha, de cuando el Dewei Fu, el noble adinerado, mandó construir ese tramo de muralla que llevó la desgracia a la joven dama.

Cuando empezó la obra, Dewei Fu, dispuso que trabajaran en ella todos los hombres de la aldea mayores de 20 años. Fueron llevados por la fuerza hacia la cima de los montes, donde tuvieron la terrible tarea de cargar las rocas con que se establecería esa arquitectura tan perfecta, que aún hoy está vigente.

Muchos de ellos, ante el esfuerzo de subir la pendiente cargando una y otra vez los insumos rocosos, fueron perdiendo capacidades pulmonares por estar obligados a cumplir con aquél que no les brindaba tiempos de descansos y los veía desfallecer sin importarle nada más que la protección de sus riquezas.

Mei Ling, una bella adolescente devota de amor por su familia, vio a su padre ir envejeciendo con cada jornada laboral. Al regresar cada noche, traía en su cuerpo polvo de rocas y años acumulados. En uno de esos regresos decidió que debía ayudarlo.

Mei Ling tenía tanta belleza como fortaleza de cuerpo y espíritu. Se sentía segura para acompañar a ese hombre en esta tarea pesada que lo iba consumiendo y que, de continuar, iba a dejarla sin su presencia.

A la mañana siguiente, se puso un mono con tirantes, el gorro para el sol quemante de las laderas montañosas, y vestida de campesina, con su ropa verde tal como la ocasión mandaba, salió con su progenitor camino a la cantera para iniciar el trabajo.

De nada sirvieron los ruegos de su madre. De nada sirvieron los ruegos de su padre. Ella era una joven decidida, y prefería realizar tan pesada labor, a dejar que el señor de la comarca arrebatara la vida de ese ser tan querido.

Así fue como día tras día, Mei Ling subía la ladera cargando rocas, tallando y acomodando el damero que duraría siglos. Sin una queja. Sin una lágrima por sus manos agrietadas. Sin un lamento por el esfuerzo terrible que significaba para su cuerpo.

Sin embargo, dicen que los campesinos comenzaron a sorprenderse por los cambios que en ella se iban produciendo. Más tiempo trabajaba, más fuerza adquiría. Su belleza se iba incrementando con el paso de los días. Su hermoso rostro, parecía tener destellos de luz cuando se lo miraba al arrastrar las rocas. Y su padre, caminando a su lado, parecía recobrar poco a poco la vitalidad perdida.

Pronto se hizo famosa la niña- verde. La niña jade. El nombre de Mei Ling, recorrió los kilómetros construidos de piedra áspera y fría, hasta llegar a los oídos de Dewei Fu que, como buen amo, decidió que semejante extrañeza no solo debía ser conocida personalmente, sino que era imprescindible que le perteneciera.

Así fue como envió a sus guerreros a traer ante su presencia a la niña que brilla verde. Nada les costó encontrarla entre tanta rudeza del ambiente rocoso, pues de solo mirarla, se podía distinguir su radiante presencia iluminando el camino. Fue llevada ante el señor, que de inmediato se enamoró de ella.

Mei Ling no pensaba aún en el amor, más allá del que sentía por sus padres. Esta apatía relacionada con sus hormonas, desconcertó al amo que lo tomó como un desprecio. Enfureció de odio y rabia ante el atrevimiento de esta joven que era capaz de humillarlo en público. Nunca nadie lo había insultado y ultrajado de esa manera. A él. Dueño y señor de hombres y bestias. Capaz de construir una muralla que lo defendiera y lo hiciera propietario del mundo al circundara.

Dewei Fu decidió que debía morir. Una decisión como tantas otras de sus días: solo lo enunciaba. Otro lo ejecutaba. Una decisión que, con solo nombrarla, daba por terminada su sed de venganza ante la certeza de que iba a ser consumada sin discusión. Así, pronto olvidó que Mei Ling había existido.

La niña fue regresada a la cantera, y de allí, fue subida a la cima del monte donde sería asesinada. Pero algo sucedió. Dicen los que lo vieron y que contaron a sus hijos, y sus hijos a sus hijos, que de pronto Mei Ling dejó de brillar. Su cuerpo se fue opacando y tornado a un verde oscuro. Su piel, blanca como el jade blanco, comenzó a convertirse en una suerte de terciopelo suave. De a poco se fue desvaneciendo y cubriendo las rocas. Abarcando mayores superficies y adhiriéndose a ellas con la firmeza de quien decide vivir a pesar de todo.

Cuentan que antes de desaparecer, dijo que iba a llegar el día en que una joven de su propia sangre, noble de espíritu y bondadosa de alma, la liberaría para poder volver. Que ese día, su retorno, sería alimento para los campesinos.

Pasaron los años, los siglos. Nadie sabe a ciencia cierta cuándo sucedieron estos hechos, o si realmente existieron. Yo estoy aquí, porque me inquietó toda la vida esta historia que me concierne y me atraviesa.

Li Bao, es un joven de la zona que se dedica a la tarea de guía turístico. Dice que alguna vez escuchó esa leyenda y se ofreció a llevarme hasta allí. No es una zona de la muralla que habitualmente se visite, me explicó. De hecho, me dijo, se encuentra bastante abandonada por el tiempo y la desidia. Ninguna agencia la tiene en su itinerario y el acceso es bastante difícil, pues las rutas están deterioradas.

A la mañana siguiente subimos a un Unimog que él había comprado en una subasta militar aprovechando que éstos renovaban su flota. Le pareció el mejor vehículo para llegar hasta allí.

Hicimos un buen trecho de camino con ese auto, pero llegó un momento en que hubo que dejarlo para continuar a pie.

Al bajar, sentí que recorría los mismos caminos que Mei Ling. Mis pasos eran sus pasos. De pronto el peso de las rocas apareció sobre mi espalda, haciéndome sufrir los mismos tormentos que alguna vez ella habrá sentido.

Llegamos a la cima. La muralla, tal como Li Bao vaticinó, estaba en ruinas, cubierta de un tupido musgo amarronado, como consecuencia de la sequía de la época. Me detuve un momento a observar el paisaje.

Los montes, el azul del cielo, las nubes que sobrevolaban, el sol calentando nuestros cuerpos. Todo hacía de esa mañana el perfecto día para reencontrarme con ella.

Subí los escalones despacio hasta llegar a la estación de guardia. Avancé muy pausadamente por el camino del murallón, hacia el centro del mismo.

Lentamente. Muy lentamente el musgo fue recobrando su color. Sentí cómo se acercaba a mi cuerpo. Nos íbamos fusionando en una simbiosis de abrazos y colores. Los verdes, los blancos se arremolinaron en un sinfín de vueltas ante la mirada asombrada de Li Bao. Y ante sus ojos, me vio desaparecer de la forma en que me conoció.

Ahora lo veo correr hacia su auto. Lo escucho gritar que no puede ser. Que esto no pudo pasar. Que va a buscar a no sé quién para que lo ayude.

No importa. Yo me quedo acá. Ya van a descubrirme los campesinos de la zona cuando pasten su rebaño. Cortarán mis hojas y disfrutarán mis hermosas flores blancas.

Mei Ling. Ambas cumplimos. Desde hoy aquí estaremos proveyendo lo necesario para que esa infusión que preparan, llamada té, les de la fuerza que necesitan para seguir enfrentando la vida.





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