- Vamos- me dijo. Me tomé de su mano y me dispuse a acompañarla en su recorrido extraño hacia el almacén del pueblo.
Como siempre, los gatos salían de sus casas y armaban una especie de séquito que escoltaba su trayectoria.
Me llama la atención su caminar suave, como flotando, casi sin dejar huella. Atenta a todo el recorrido, manteniendo con altivez su cabeza erguida, frontal, desafiando al mundo.
Misha es mi mamá. Bueno, en realidad no es mi mamá. Apareció un día en casa. El mismo día que desapareció mi mamá verdadera durante la noche, cuando fue hasta el bosque a llevar residuos a la abonera.
La vimos irse y jamás volvió. Nos quedamos los tres mirando, mi hermano, mi papá y yo. Y mientras estábamos por entrar en desesperación por la tardanza (que fue eterna), ella apareció caminando despacio, con una liebre en la mano, y se metió en la casa.
Nunca más nos preguntamos por nuestra madre, ni mi papá por su esposa. Nos fuimos a dormir sin pensar en ella. Sin dudar sobre su destino. Sin pensar en buscarla o pedirle a otro que lo haga. Jamás se denunció su desaparición. Jamás respondimos con certezas sobre su paradero. Es más, al menos yo, no recuerdo tampoco cómo era.
Misha se quedó en la cocina. Al despertarnos, estaba allí. Había preparado un escabeche con la liebre y nos tenía servidos tres tazones de leche tibia que tomamos sin decir nada. Y estaba rica.
Después de eso la vimos dormir durante el día y estar muy despierta durante las noches.
La rutina de su vida diurna es buscar lugares cálidos y cómodos donde dormitar. Porque no duerme. No. Ella está siempre atenta a nuestros movimientos y el de los otros que pudieran acercarse. Le gusta mucho la hamaca paraguaya que se encuentra bajo los árboles del parque de casa, y a la que los rayos de sol entibian levemente.
Mientras ella descansa, siempre aparecen gatos a mirarla. Se ubican en distintos lugares del jardín. Si pensara geométricamente, diría que cada uno de ellos forma el radio de un círculo imaginario cuyo centro es Misha.
Nuestra vida es muy distinta desde ese día. Si bien seguimos con nuestras rutinas, siempre tenemos cuidado con lo que hacemos o cómo nos desplazamos, pues nos sabemos controlados por el ojo atento de Misha. Siempre nos está mirando, y si no lo hace y nos movemos, enseguida sentimos su mirada sobre nosotros.
Nos acercamos a ella solamente cuando su hambre de caricias nos incita a hacerlo. Cuando eso sucede, ella parece retorcerse de placer bajo nuestras manos, exigiendo más y emitiendo leves sonidos guturales.
Le gusta estar conmigo, quizás porque soy el menor. Me siento a su lado, y ella apoya la cabeza en mis piernas y me pide que le acaricie la cabeza y su cuello. Mientras estira sus brazos y se acomoda cada vez más cerca mío.
Cuando llega la noche, la vemos ponerse en actividad y nosotros caemos en lo que podría llamarse un hipnótico sueño.
Y al otro día otra vez la rutina: levantarnos, el escabeche de algún que otro animal y leche. Me pregunto de dónde saca estos alimentos. Cuando vamos de compras, como hoy, generalmente traemos leche y alguna que otra cosa, pero nunca carne.
Me encanta jugar con ella. Es muy aficionada a los juegos con la pelota. Tiene una habilidad única para atraparla y volver a lanzarla. ¿Serán así todas las mamás?
Los gatos, que cada vez son más, no se mueven de sus lugares y nos dejan jugar tranquilos. Siguen los movimientos con sus cabezas y me causa mucha gracia verlos. Para un lado, para el otro. Para un lado, para el otro.
Es muy divertido vivir con Misha. Pero es bastante egoísta. Solo me atiende a la mañana, con la leche. Durante el día me tengo que arreglar solo si quiero comer. Entonces alguna galletita con escabeche, sirve para calmar mi hambre. Y otra leche.
Estamos acostumbrados a su presencia en esta casa. A veces la miramos por la ventana. A veces, yo siento que un frío me recorre el cuerpo. Debe ser frío, pienso. Me abrigo. Pero solo me pasa cuando la miro de lejos y ella está distraída. Sin poner sus ojos sobre mí.
Otras veces, me despierto de noche. En realidad, me pasó una vez y hoy. Cuando me levanté la otra noche, la encontré sentada en el comedor, en el piso, con las piernas cruzadas y dobladas una sobre la otra. Los gatos habían entrado a la casa. La estaban rodeando. Parecía que ella les hablaba y ellos le entendían. Pero cuando me desperté a la mañana, mi papá me dijo que él no me vio levantado, que seguramente lo había soñado.
La otra vez fue anoche. Me levanté, bajé la escalera y los gatos estaban sentados en semi ronda mirando hacia la puerta. La vi entrar. Tenía manchas rojas en la cara y el cuerpo, y dejaba huellas rojas a su paso. Parecía traer algo en su boca, con forma de brazo. Y una liebre en una de sus manos. La vi apoyar esta última sobre la mesada, y devorar muy despacio lo que tenía entre los dientes. Recién allí me di cuenta que nunca la había visto comer. Devoraba. Destrozaba.
Me asusté y casi me hago pis encima. Juro que ella me miró y me dio miedo.
- Te digo que sí, papá. Yo la vi. Creeme. No era una alucinación.
Me dormí, pero tuve sueños raros. Ruidos en la planta baja, ronroneos y sonidos como a quebraduras, que me mantuvieron en un estado de alerta.
Cuando me levanté, Misha no estaba.
- Debe haber encontrado otra casa, dijo tranquilo papá.
No volvimos a verla. Pero a mamá tampoco.
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