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Mi mamá

Hace mucho escribí un texto llamado “Esa mujer”, donde describí con mucho o poco acierto a mi madre.

Una mujer especial, enferma, ácidamente atenta a mi conducta, con esa facilidad extrema de querer y dañar, de amar y lastimar, de quererse a tal extremo que arrasaba lo que se interponía entre ella misma y el mundo.

Ya hacía un par de años que había roto el lazo que nos unía. No yo. Ella. Lo rompió, lo destrozó, lo desarmó y aniquiló. Pero allí seguí después de un tiempo de desazón dando cuentas de mi amor por esa mujer. Quizás sometida y dominada por ella y sus embrujos. Quizás.

Alguna vez me preguntaron por qué seguía atendiéndola, por qué seguía atenta a sus necesidades y expuesta a su lengua dañina. Respuesta fácil: no conocí otro modelo de madre.

Mi mamá. Esa mujer. Capaz de hacer sufrir al hombre que la acompañó toda su vida y fue el manto protector contra el mundo al que ella se enfrentaba.

Mi mamá. Esa mujer. Que se presentaba solícita y sonriente, pero tan dañina a veces que solo con verla descubríamos el mazazo de sus palabras o la mirada acechante y esquiva que preparaba el estocazo con el que pensaba dejar una huella y un dolor.

Mi mamá

Parece que no la quiero.

No es cierto.

La amo. La amé con todas mis fuerzas

La acompañé y la llevé a pasear cada vez que pude desde que se decidió su internación, primero en un neuropsiquiátrico al que la trasladaron los psiquiatras del PAMI por riesgo de vida propia y ajena, después al geriátrico al que la llevamos nosotras para tenerla cerca y bien cuidada, previo trámite judicial y búsqueda del mejor lugar, privado y cercano, que pudiéramos brindarle.

Fueron años duros. Años que sentí que la abandonaba y la traicionaba. Años que nunca pensé vivir, pero que reconozco fueron los que le y nos permitieron existir dignamente

Cuando empecé el tratamiento tuve que distanciar las visitas. Si iba, tenía que estar afuera, y su cuerpo débil no siempre le permitía el aire libre.

A veces, mi sobrina la traía a casa y yo podía verla.

Ella no sospechaba el motivo de mi ausencia, y cuando se lo dije no llegó a registrarlo. Estaba rodeada de sus fantasmas que la visitaban a diario y hasta dormían en la habitación contigua.

Así transcurrieron varios meses. Llegó el invierno y con él la neumonía.

Una internación. Dos. La posibilidad de terapia. La decisión de tenerla cerca. Al destino, a veces, no se le puede jugar a la escondida.

Así como un día en los comienzos de mi enfermedad fui a visitarla y tuve que retirarme porque pensé que todos esos viejitos iban a sobrevivirme y no pude con la tristeza. Así otra tarde, tuve que ir a pesar del contagio y sentarme junto a ella que se estaba despidiendo.

Cuatro días, cuatro tardes, cuatro largas jornadas en que la medicación psiquiátrica no estaba presente pues no podía transitar por su cuerpo cansado.

Cuatro días en que la paz se apoderó de ella. Y fue tanta la tranquilidad y la serenidad que la acompañó, que pudimos ¡por fin! disfrutar de su presencia sin temores.

Y un 12 de julio, sentadita en una ambulancia me dijo chau con la mano mientras partía. Iba a ser la última vez que nos viéramos.

Barbijo por medio, estuve sentada a su lado hasta que llegó el momento tan temido de la despedida final y llevarla.

Después decidir qué hacer con sus restos calcinados.

Y elegimos el bosque de Ezeiza, el lugar más peronista que le pudimos ofrecer.

Y allí va, entre los pinos y los eucaliptos, con una libertad que no pudo tener en vida.

Esa mujer que habita en nuestros pensamientos diarios, hoy se encuentra habitando un bosque que nació junto a su vida política

Esa mujer. Mi mamá.

Querida, amada y temida. Dañina y tierna cuando quiso y con quién quiso.

Un dolor inmenso, profundo que me acompaño junto a la quimioterapia

Un dolor que transitó por mis venas al mismo tiempo que los otros venenos que circularon por mi cuerpo.

Un dolor y unos venenos.

No todos van a ser fácilmente eliminados

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