Memoria. Ese privilegiado mecanismo que nos permite recordar y disfrutar, aunque también sumergir en lo más profundo aquello que duele o desagrada.
Memoria. Dispositivo colectivo que le permite a una sociedad no repetir historias. O debería hacerlo, siempre y cuando el accionar de los de siempre no dediquen su energía a implantar nuevos recuerdos, a recrear nuevas historias, a cambiar nuestros héroes por otros traicioneros.
Memoria y desmemoria. Extremos del mismo péndulo en un movimiento continuo de tiempo y espacio.
La memoria acompaña el transcurrir de la existencia. Llena los huecos y orienta nuestras vidas. Condimenta el acontecer. Nutre el devenir. Enriquece nuestro hacer.
En toda memoria existe un alguien o un algo que nos direcciona. En mi memoria fue mi papá. Don García, el calesitero del barrio. El que ponía a M. E. Walsh a rodar con los caballos o a Vox Dei o Pescado Rabioso, para acompasar a “la barra” de la esquina que los escuchaba desde sus motos. El que me acurrucaba con historias de seres fantásticos o era el primero en disfrazarse de “mascarita” y tirar ese baldazo de agua que desataba la guerra entre vecinos en carnavales.
Mi memoria se configuró como un Tetris, en que duendes y princesas forman las fichas que, entre sortijas y planes futuros, fue generando quién soy hoy.
Esa encantada categorización me permitió enfrentar la muerte y sobrevivirla. Hacerme fuerte y poner la experiencia en palabras y amor a les otres.
Hoy, intento imprimir un poco de esa magia en la memoria de mis nietes, dejarles el sabor de la fantasía junto a la experiencia de la realidad.
Y miro todo. Registro todo. Inundo mi cerebro de fotos y videos que guardo en un álbum neuronal para poder disfrutarlos cuando llegue ese momento en que el ahora se disipa y los recuerdos ocupan el lugar del hoy.
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