La puerta de vidrio no se cierra en toda la noche. Es de esas puertas que se abren cuando alguien se acerca. Como si quisiera tragarse a todo aquel que traspase sus límites
Vamos entrando como zombis.
De a uno.
Un ritual.
Entrar. sacar número. Esperar en el hall de ingreso.
Llaman. Abren la puerta electrónicamente.
Documentos. Recibo de sueldo. Carnet de afiliación.
Firmar papeles.
Estirar el brazo.
Colocación de una pulsera de internación en la muñeca
Ir a otra sala en que se entrega el sobre que nos dieron, y esperar…esperar ya con el brazo extendido que digan nuestro nombre para caminar lenta y mansamente al sillón o cama que nos toque para que nos coloquen una vía y desde allí vuelquen en el interior de nuestras venas esos químicos que matan cáncer, pero también matan otras células y nos dejan agotados, devastados, adormecidos, descompuestos.
Todos estamos sentados en dos hileras. Una frente a la otra. Es un lugar bastante oscuro y con nula ventilación. En un rincón de la clínica.
Parecemos escondidos u ocultados del resto del mundo.
Los que entran o salen no ven dónde estamos. No nos perciben. Como si no existiéramos.
Pero estamos. Estamos y tenemos miedo. Y nos sabemos muy débiles, proclives a contagios por falta de defensas o a la muerte por la enfermedad que conscientemente llevamos a cuestas.
Nos miramos. Tratamos de hablar de bueyes perdidos… que la luz… el calor… lo que se puede comer… lo que no… el cuero cabelludo que duele… la andanza del medicamento en el cuerpo…
Todos y cada uno de nosotros repetimos frases hechas e intentamos darnos ánimo.
Pero siempre hay alguno en espera que es el último día que veremos. Que se nota que se está yendo… que no volverá a la rutina de los lunes… que necesita mucho más que el remedio en el brazo. Que se le nota no poder esperar sentado junto a nosotros porque su cuerpo ya decidió que no quiere sufrir más.
Y todos los que allí estamos respetamos ese momento en que junto a algún familiar igual sostiene la esperanza de esta última vez antes de decir basta
Y nos vamos despidiendo de ellos en silencio, aunque también nos afecta y pensamos si seremos el próximo.
Y siempre hay una sonrisa de comprensión de lo que pasa sin decirlo y un abrazo de la enfermera y una mirada de amor de quien espera.
Así van transcurriendo nuestras jornadas de sometimiento al tratamiento inevitable para el que eligió esta cura.
Entre los que vamos juntos y los que van quedando.
Entre los que vamos recuperando fuerzas y los que las van perdiendo.
Así. Como la vida misma. En un devenir sin predicciones.
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