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La puerta

La pandemia nos tiene en casa, encerrados. Los recorridos por las distintas habitaciones son monótonos, cansadores, rutinarios.

Como cada mañana me levanto y me dirijo a la cocina.

Mi casa es pequeña. Tiene tres ambientes, pero es pequeña. La cocina es una suerte de pasillo que une el comedor con el fondo. Y el comedor se une a la calle. Por lo que casi podría decirse que la casa es un largo corredor que permite venir de afuera y seguir derecho hasta estar otra vez al aire libre.

En el fondo de casa viven mis dos perras, mis plantas y mi huerta. Estos somos los únicos seres vivos que la habitamos.

Como cada mañana, corto un pedacito de pan para cada una de las perras y se los doy a través de la reja.

Pongo la pava . Veo la puerta de la alacena abierta y la cierro.

¿Cómo fue que quedó abierta? No recuerdo haber buscado nada allí.

Preparo el mate. Le pongo una cucharadita de café. ¡Qué rico el café! Lástima la hipertensión.

Me siento en el banco-escalera que uso para llegar allí donde mi brazo queda corto, esperando que el agua llegue a la temperatura adecuada.

Oigo un sonido. Debe ser el celular. Lo dejé al lado de la cama. Voy a buscarlo.

Falsa alarma. Vuelvo. Apago el fuego de la cocina.

La puerta de la alacena está abierta. ¿No la había cerrado?

La cierro. Llevo el equipo de mate al comedor. Enciendo la radio.

Vuelve a sonar el celular. ¿Sí? Lo miro. No. No era. Pero juraría haber escuchado ese sonido disfónico tan peculiar.

Dirijo mi vista hacia el fondo. Salió el sol y decido abrir para que se ventile la casa.

La puerta de la alacena está abierta. La cierro.

Mejor voy a buscar el destornillador y la arreglo, pienso.

Otra vez el sonido.

Otra vez la puerta abierta.

Despliego la escalerita y subo los peldaños amigos que me socorren con los quehaceres cotidianos. El cerramiento está sano pero la puerta se abre. Y siento otra vez el ruido.

No es el celular. No. Lo apagué para recargarlo.

Miro la alacena. Ésta abre la puerta y me golpea en la cara.

La cierro de un golpe y me bajo para humedecer con agua fría mi mejilla y evitar el moretón.

Pero la puerta vuelve a abrirse y me amenaza.

Quiero volver al comedor, escaparme de ella, pero para hacerlo tengo que pasar por delante de la alacena que ahora abrió una puerta más baja y me impide el paso.

Intento huir al fondo. Pedir socorro a través del cerco perimetral.

Cada vez que quiero moverme una puerta distinta me impide el paso.

No entiendo qué le hice. No recuerdo nada que hubiera podido ofenderla.

Hace varios días que estoy sentada en el banquito.

Las perras lloran de hambre

Yo también.


Ilustración de la artista Prof. Carla Peruzzo



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