Estamos sentados en la playa… el sol nos calienta la piel y nos deslumbra con su reflejo en la arena.
El mar nos amenaza con sus olas húmedas… cada vez más cerca… cada vez más cerca…
Miro el agua y pienso que esto termina. Que debo volver a casa, a la rutina, a comenzar aquello que temo por no tan desconocido, pero tampoco tan conocido.
Sé que me esperan largos meses de sufrimiento para poder decir: zafé.
Tengo en mis manos el libro de Cortázar. Releo el cuento. ¿Y si yo soy el moteca? ¿y si no es este el sueño sino el otro? ¿si la historia termina acá y despierto para siempre en esta playa con este atardecer que me abraza y me hace sentir tan bien?
Mientras pienso veo sin ver. Noto a mi lado a mi esposo, atento a mis sentimientos, mirándome y tratando de descubrir qué pienso sin invadirme. Pero también hay otros, lejanos, desconocidos a los que observo. Familias con niños, un guardavida practicando su nado cotidiano, dos pescadores de orilla, otros dos embarcados, un muchacho en moto, un grupo de adolescentes haciendo música y riendo, una madre jugando y bailando con sus hijos, perros que corren gaviotas.
Y yo acá. Sentada. Enferma sin que nadie lo sepa. Sin que nadie lo note. Sin que a ninguno de ellos le importe. Pero a él sí. Él está atento.
Intento no gesticular, no demostrar mi miedo y preocupación. Me levanto todos los días y me maquillo. Ahora. A mis 61 años me maquillo. Lo vivo como un desafío a la desazón.
Y pienso… ¿es el mar que nos amenaza?
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