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La casa extraordinaria

La vivienda es extraordinaria. Se lo dijo su madre siempre. Cree que desde que nació. “En esa residencia pasan cosas”, le repetía una y otra vez contándole extrañas situaciones y anécdotas asombrosas.

Hoy va a conocerla. Salieron muy temprano de madrugada para hacer el recorrido que desde la ciudad las llevaría hacia ella: la casa. Muchas expectativas rondan por su cabecita de niña y también algunos temores. Porque lo nuevo y lo distinto, siempre produce miedo y una tendencia inevitable a querer alejarse.

La niña se deslumbra al llegar al campo de los bisabuelos y conocer esa herencia fabulosa. La observa desde el auto y le parece verla brillar, un destello de colores, como si miles de arcoíris quisieran asomarse por entre los ladrillos y tejas del techo. Saliendo por las ventanas, escapando por las chimeneas. Recordó que su mamá siempre le dijo que cada rincón tiene un secreto que lo hace único e irrepetible. Una casa que brilla. Brilla al sol. Brilla con colores distintos, colores con sensaciones.

La madre le cuenta que cuando iba allí, de pequeña, paseaba por los diferentes ambientes y en cada uno encontraba algo sorprendente.

- No tenés que tener miedo. Te lo digo muy seriamente, pero acordate que cuando llega la noche todo cambia. No conocés el lugar y es mejor que estemos juntas. Ahí me buscás. ¿Dale? - dijo su madre –

La niña solo movió la cabeza afirmativamente. Sin estar muy segura que esa era la respuesta que quería dar. Pero al entrar al lugar todo cambió. La madre ya no estaba a su lado. Se encontró sola rodeada de cálidos y envolventes azules que se sentían dulces. No pudo explicar cómo, pero esos colores tenían sabores únicos, mezclas de helados de frambuesa y limón, con chocolate con avellanas. Nubes de copos de azúcar formaban hermosos árboles que flotaban en el espacio de la habitación y se iban acomodando en los floreros para decorar el ambiente. Pero lo más sorprendente fue que allí estaban los bisabuelos. No es que eran fantasmas. No. Nada de eso. Ni tampoco los veía. Solo estaban. La acompañaban. La cuidaban. Le iban indicando los lugares, mostrando los colores, haciéndole sentir las sensaciones más insólitas y placenteras que pudiera imaginar una niña.

Dedicó la tarde a ver, sentir, oler, tocar y olfatear todo cuanto pudo. Cruzando animales fantásticos que, en ese momento íntimo, solo ella podía distinguir. Hablando idiomas extraños con ellos, entendiéndose con la razón y con el corazón. Haciendo que la felicidad no fuera una palabra sino una forma de estar allí.

Llegó la puesta del sol y la casa comenzó a cambiar y a dejar que sus resplandecientes destellos se guardaran y protegieran vaya uno a saber dónde. La niña paso a paso intentó deshacer el recorrido sin encontrar muy bien el camino que había andado. No se desesperó. No todavía, pero recordaba la recomendación y algo comenzaba a formarse en su pancita y en sus ojos. En eso estaba cuando ¡zás! ¡chocó con algo! ¡Era su mamá! La abrazó fuerte mientras hablaba a toda velocidad tratando de que en un minuto toda su experiencia fuera compartida con ella.

La mamá la miró feliz y le acarició la cabeza. Recordó su propia infancia en casa de los abuelos y la cantidad de experiencias vividas allí, trayendo a su memoria recuerdos imborrables de los tiempos idos.

- Bueno, llegó la hora de conocer la noche de la casa- le dijo- Nada de lo que hasta ahora viste va a pasar de noche. Tampoco te tenés que asustar. Simplemente que al oscurecer, la casa esconde sus encantos, y a veces, los esconde tan bien que podés perderte en ese ocultamiento.

La niña no entendía a qué se refería su mamá, pero notó que a medida que iban caminando para sus dormitorios, todo se iba poniendo negro. No negro de oscuro. No. Un negro de nada. Envolvente. Succionador. Cálido y a la vez ácido. Negro de casa vieja y húmeda. Grandes porciones de las habitaciones desaparecían en infinitos negros oscuros. Ella sentía la inmensidad de esas regiones profundas e inalcanzables, largas como las noches de invierno sin luz, pero agradables.

Llegó a su habitación de mano de la madre. No tuvo miedo en ningún momento. Solo la sensación de estar siendo observada. Pero no dijo nada. Por las dudas de que su madre sí se asustara.

Fue cuando ella se retiró del dormitorio y cerró la puerta, que decidió levantarse de la cama y mirar sin ver qué es lo que estaba sucediendo allí.

Un par de ojos brillosos y tristes asomaron de la oscuridad total que ya no era tanta. Poco a poco se fue perfilando a través de ese hueco la silueta de uno de los animales con que jugó y charló durante la tarde. Lo miró descolorido, sin brillo, pero sosteniendo los olores deliciosos con que lo había conocido. Lo notó triste, parecía llorisquear. Le recordó su misma sensación unos momentos antes de encontrar a su mamá. Sintió una profunda pena que venía desde lo más profundo de su corazón y le preguntó qué le pasaba.

- Tengo miedo.

- ¿Miedo?

- Si. No me gusta dormir solo de noche y oscuro.

La niña sintió una gran ternura por ese grandote. Se acercó, lo abrazó a la altura de las rodillas que es hasta donde llegaba, y sin soltárselas, le dijo que podía dormir con ella. Y así lo hicieron. Se abrazaron en esa cama chiquita que igual los cobijaba. Se acomodaron y se acurrucaron. Soñaron juntos entremezclados, pensamientos que los incluían y los integraban. Soñaron que volaban y dejaban el miedo atrás. Soñaron que soñaban.

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