"el hombre crece tan inmerso en un baño de lenguaje como inmerso en el medio llamado natural". (Lacan)
Durante el shogunato Tokugawa, allá por el siglo XII, se limitó la construcción de castillos, dando inicio y profundización a los han, pequeños feudos que acrecentaron el poder de los daimyō, señores gobernantes dueños de todo. En esa época, Lacán aún no había escrito sus teorías, ni Freud había inventado el psicoanálisis, sin embargo desde el desconocimiento de estas hipótesis, los padres ya elegían para su prole los nombres con que habían de signarles la vida…
Fue en ese entonces que Kanaye, el celoso, por herencia se convirtió en daimyõ. Toda su vida fue escrita por estas características: celos y caprichos. Caprichos y celos. Su infancia en el castillo fue una suerte de competencia por tener todo aquello que veía en otros, sobre todo en la naturaleza. Así sus jardines se fueron poblando de ciruelos blancos y rojos, cerezos, azaleas, peonías, lotos y, en especial, crisantemos, posteriormente convertidos en la flor nacional del Japón. Los colores lo llevaban a grandes paseos imaginarios, lo transportaban a caminos encendidos en un entorno prosperando para él.
Pero no le alcanzaba. Sumó a un costado de su jardín un bosque de sugi, sin importarle los más de 40 m que podían alcanzar… y al otro costado, un huerto de duraznos, perales y naranjos.
Todo crecía según los designios naturales, pero con un límite: las flores se secaban y las frutas se pudrían en las ramas sin que se aprovecharan, porque Kanaye no permitía que nadie, excepto él, camine por esos senderos.
Así pasaron los años: plantando y matando. Creciendo y acaparando. Al llegar su cumpleaños 17, sus padres viejos conocedores de las tradiciones familiares y los designios malignos de dicho número, le comunicaron que debía casarse y le otorgaron a él una copa con la que debía brindar en el día de su boda. Una copa contra los malos espíritus y la mala suerte, le dijeron, sin aclarar mucho más que eso.
Kaori, la fragancia, había sido educada bajo la estricta disciplina que toda mujer debía seguir desde que Confucio separó los roles y las tareas. Sin embargo, su familia había cuidado muy bien de que fuera conocedora de los secretos más íntimos de la ceremonia del té, buscando de esta forma insertarla socialmente con una relativa toma de poder, al ser llamada para cumplir esta función entre la aristocracia o los nobles señores.
Kaori llegó al palacio mirando el suelo y con un andar lento. Para Kanaye, fue verla y querer poseerla. Como hizo siempre con todo aquello que le gustaba.
Kaori, conocedora de la historia de su señor, comenzó la ceremonia del té con los polvos tradicionales, pero sumando algún que otro artilugio para que el té cambiara de color o de olor, emanara humos oscuros y olores nauseabundos, según el mensaje a otorgar relacionados con los intentos de avances del señor.
De esta forma, hizo conocer a su daimyõ que no estaba dispuesta a entregar su vida a cambio de complacer los caprichos.
Tanto fue el deslumbramiento que sintió Kanaye por esta mujer, que no dudó en cortejarla y pedirla en matrimonio, al mismo tiempo que prohibió a su servidumbre y hasta a su propio padre, mirar a su pretendida de forma alguna.
Ella, que como conocedora del té y de los vaivenes de los palacios, estaba decidida a no entregarse, aceptó casarse (tampoco se podía negar), pero puso como condición hacerlo en primavera y en el huerto de frutales.
Todo se preparó con gran premura. Las flores fueron repuestas, la casa fue limpiada en una profundidad tan minuciosa que los sirvientes hicieron brillar aún los objetos más opacos. Se mandaron a construir pérgolas y se adornaron con delicadeza. Se contrataron los mejores cocineros de las ciudades más importantes para que prepararan los más trascendentales y deliciosos banquetes.
La novia, procedente de una familia poco adinerada, no pudo evitar que su nueva familia política le imponga los cuatro vestidos tradicionales que usaría durante la ceremonia: el shiromuku blanco de sumisión a quienes la van a recibir; el wataboshi que la muestre pura y gentil; el irouchikake rojo y dorado y por último el hikifurisode de la ceremonia final. Las modistas, todas mujeres, fueron elegidas con sumo cuidado, evitando que hombre alguno pudiera ver, ni de lejos, a la que sería la esposa del daimyõ.
Todo tenía que ser rápido y costoso, porque para eso era el dueño del han. La primavera se avecinaba y Kanaye no iba a permitir que no se cumpliera su deseo.
El movimiento del palacio era enloquecedor para cualquiera. Para cualquiera menos para él pues solo daba órdenes con la certeza de ser obedecido. Tampoco para Kaori, que inexplicablemente se mantenía serena a pesar de la decisión tomada de no ser parte de la colección de su futuro esposo.
Llegó el día. La novia se presentó a la ceremonia íntima, esa en la que se entregaba al nuevo clan y a partir de la cual dejaría de ser ella para ser parte de los adornos de palacio con su tiempo contado hasta la aparición de un nuevo capricho.
Kanaye llevaba la copa entregada por sus padres e hizo pública la necesidad de beber de ella. Propone un brindis. Kaori, que como costumbre debe ofrecer un discurso, aprovecha ese momento y expresa brindar con el té del que tan bien conoce sus secretos.
Frente a los presentes, saca de un bolsillo oculto de su kimono dos bolsitas con el polvo que servirá para hacer la infusión del brindis. Un té para cada uno. Con certeza y movimientos estudiados, con la parsimonia correspondiente y los rituales esperados, realiza una ceremonia única que se recordará por siempre.
Kanaye brinda con su copa. Kaori, con una que tomó de la mesa junto al altar de la ceremonia.
Brindan. Llevan sus copas a la boca, y en ese momento, ella desaparece.
Pocos minutos después, un suave y delicioso perfume a azahares colma el ambiente. Un bálsamo que invade el jardín elegido y deleita a todos, menos a Kanaye. Para él se hace tan fuerte que logra que se maree y sienta un insoportable dolor de cabeza. Un aroma que nunca lo dejó volver a ese lugar pues cada vez que lo intentó la fragancia se apoderó de sus fosas nasales haciéndolo retroceder.
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