Estoy disfrutando este fin de semana más que nunca. Después de un año y medio, volvimos a reencontrarnos con nuestros consuegros. No sé si la felicidad es solo por estar con ellos, o proviene de haber vencido el prolongado encierro producto de la pandemia. Ayer, cenamos juntos y brindamos por estar vivos. Aunque el temor a lo desconocido aún da vueltas por nuestras mentes. Y hoy, domingo, recibir el llamado de nuestro hijo con la intención de venir a almorzar (aunque sin manifestarlo abiertamente), reforzó esa libertad que, de a poco, sentimos que vamos ganando.
Ese almuerzo juntos resultó imposible de hacer por las condiciones de provisiones existentes en mi casa, a no ser que tomáramos el trozo de carne que teníamos como un aperitivo, para después conseguir pan u otra cosa, y completar un “almuerzo” un poco más cuantioso. Y al salir afuera, curiosamente, todos los comercios estaban cerrados. La cosa es que el llamado terminó con una juntada de carnes que él puso a asar en la parrilla y que compartimos en un día distinto, en la casa de su novia. Enseguida ofrecí una ensalada con hojas verdes de mi huerto: rúcula y lechuga, con un sabor que es imposible encontrar en una verdulería. Y a eso le sumé unas papas hervidas, con huevo y condimentadas con mayonesa.
Tengo que sembrar mis propias papas, pienso, y lo anoto en la lista de pendientes
La idea es realizar una especie de asado a la canasta, el placer de vernos y estar juntos, superando un poco esa sensación de cuidado y desconfianza por el otro y el contagio, que aún sigue estando presente. Cada vez que pienso en el afuera, un escalofrío recorre mi cuerpo. Son nuestras primeras salidas, aún inciertas en resultados. El encierro me permitió estar cómoda, cuidada. Yo sentí (y siento aún) que el cerco perimetral es una especie de valla que impide que todo mal lo atraviese.
Antes de partir para allá, hice una recorrida por mi jardín y mi huerto para cosechar lo que necesitaba. Acaricié las remolachas, cuyo color destaca entre el verde de las acelgas y espinacas. Disfruté las floraciones de las habas y las arvejas que están en su apogeo. Vi los tomates que esquivaron el invierno y comenzaron a florear desafiando la naturaleza. Descubrí los primeros pimpollos y pequeñas flores del pelón y los caquis, y me di cuenta que era el momento oportuno para fumigarlos y evitar así que la mosca blanca arruine los frutos.
La mosca blanca, es una invasora fatal. Deja sus huevitos en el momento en que la floración comienza, y luego, las larvas se alimentan del fruto a medida que va madurando. Llegado el momento de mayor plenitud, resulta imposible consumirlos porque están llenos de pequeñas vidas esperando salir para cumplir su ciclo vital y volver a colocar sus huevos para una nueva floración. Esto lo aprendí en uno de los tantos viveros que recorro en busca de elementos, y de las reiteradas veces en que participé de cursos, charlas o vi videos elaborados por el INTA. Como resultado inevitable de este conocimiento, le pedí socorro a mi esposo que es el que habitualmente cumple esta tarea. Buscó la fumigadora, preparó el brebaje que le alcancé y le indiqué las proporciones, y se dispuso a cuidar mis dos árboles con todo el amor que les brindamos siempre.
Terminada esta tarea, emprendimos el viaje.
Al llegar a la casa de la novia de mi hijo, el perfume del asador inunda la cuadra, se esparce por todo el ambiente aledaño. Por demás raro que ningún vecino se asome para disfrutar esta hermosa tarde y el aroma que, cual nube gourmet, ronda por ahí. Lo pensé. No lo dije. Un humo ascendente recorre el aire, penetrando nuestras narices, excitando nuestro sentido olfativo y haciéndonos reaccionar con salivaciones al estilo de los experimentos de Pavlov. Cuando llegamos al fondo de la casa, comprobamos que esas sensaciones hacen juego con nuestras expectativas “paladareñas”. Trozos de pollo, de matambre, alguna morcilla, un chorizo y, por supuesto, la carne que nosotros aportamos, nos están esperando, dorándose en el suave calor de las brasas.
A esta altura nadie de mi entorno desconoce la enorme felicidad que me produce la cercanía de los que quiero. Abandono cualquier tarea iniciada con tal de estar unos minutos con ellos. Y eso me pasó este fin de semana. El sábado, en casa de los padres de mi nuera, con quienes compartimos novedades y sentires por los nietos y los hijos. Y el domingo, este almuerzo, sentados al sol de una primavera que se acerca y que proporciona el calor justo para no quemar y dar esa sensación deliciosa de la vida bañando nuestros cuerpos. Llamativo el viento que, por momentos, parece zumbar por sobre mi cabeza, aunque por más que miré no vi que el mismo moviera ningún árbol. No obstante, las ramas crujen.
El sol, la cerveza fría y el amor por los otros, contrasta con el atroz silencio que invade el lugar. Solo estamos nosotros en ese fondo. No se oyen vecinos, ni ruidos, ni autos, ni música. El tren del Belgrano Oeste parece no tener formaciones este día. Y las vías, linderas a uno de los cercos laterales de la vivienda, no transmite ningún movimiento de tránsito esperable. Quizás el mundo se había acabado y solo nosotros quedamos allí, para vivir esta tarde y disfrutar nuestra familia. No lo sé. Quizás…
La cosa es que estuvimos sentados tranquilos en ese parque, en esa mesa, y pasaron las horas. Se hizo el atardecer de ese precioso domingo de agosto, cuando decidimos que ya es la hora de volver a nuestro hogar. Juega el equipo de fútbol preferido de mi esposo, un partido que parece va a ser inigualable, y jamás se me ocurriría hacer algo que le impidiera verlo. Durante el regreso, vimos que el cielo se cubría de nubarrones a medida que nos acercábamos. Como si estuviera dividido en sectores: resplandeciente en la casa del almuerzo, y gris plomizo en la nuestra.
Llegamos a casa. Al abrir la puerta, un frío importante se apoderó de nosotros.
Esta casa- pensé. Algo tenemos que hacer. Cada vez está más fría.
Saludamos a nuestra gatita que, como siempre que estamos ausentes, se adueña de la casa y de nuestra cama, pero que viene veloz a recibirnos al abrir la puerta y reprocharnos el haberla dejado sola. Acto seguido, abrimos la puerta del fondo permitiéndole a la perra volver a ocupar su lugar en la alfombra, donde pasa la mayor parte de su día, descansando sus huesos viejos y disfrutando nuestra compañía, hasta que, llegada la noche, pide ir a su “camita” perruna que tiene bien protegida bajo el techo del quincho.
Mi esposo se recuesta a ver el partido y yo me dispongo a leer “El huésped de Drácula”, para la clase de literatura fantástica. Afuera, 19°, adentro donde estoy sentada, temblando por la temperatura. Las manos se me ponen níveas hasta el extremo de no poder moverlas del frío que siento. Enciendo el aire acondicionado en 24°. Lo dejo un rato, pero el frío me sigue inquietando.
Me preparo una leche chocolatada, bien caliente. Casi hirviendo, y subo el termostato 3° más. Lo pongo a funcionar al máximo de circulación. Me abrigo con el poncho. Quiero leer, pero el frío me atraviesa los huesos y me pone a pensar en otras épocas en que la medicación que me inyectaban me generaba el mismo efecto. Me levanto para irle a contar a mi esposo que sigue en la pieza. Cuando me acerco, una corriente de aire da en mi rostro con fuerza. Imagino que debe haber alguna ventana abierta, pero no: están todas cerradas.
Ingreso a la pieza donde mi esposo se encuentra recostado mirando el partido. Un grito descomunal sale de su garganta. Me echa de mi propio dormitorio. Me dice que no le interesa lo que le quiero decir. Me retiro y lo escucho levantarse y cerrar la puerta de un portazo.
No puedo creer que eso suceda. Él no es así. Es cierto que me dijo que el partido era importante, pero ¿tanto? Y ese frío que cada vez es más intenso. ¡Un portazo!
Me siento desconcertada. Jamás me había pasado algo igual.
Vuelvo a mi escritorio. Retomo la lectura del cuento. Pero no puedo. No me puedo concentrar. La idea del grito y el frío, me tienen preocupada. ¿Me pareció a mi o su rostro no era el mismo? Juraría que estaba desfigurado cuando gritó, que un brillo raro surgía de su mirada. No lo reconocí. No lo reconozco.
Escucho voces en la pieza. Supongo que debe estar hablando con alguien por el celular, hecho frecuente cuando se trata de comentar fútbol. Sin embargo, cada vez son más voces y hablan más fuere. Parecen gritar. No es posible, a no ser que sea una videollamada. Pero… El frío sigue. Me doy cuenta que llega desde la habitación donde está él, e invade la casa. Donde hablan ellos.
No me animo a entrar. No quiero ser víctima otra vez de sus gritos. Pienso en qué voy a decirle cuando el partido termine. De qué manera voy a poner las cosas en su lugar. Imposible permitir esa falta de respeto. Puedo entender que interrumpí. Puedo entender que le molestara. Pero no puedo entender que me grite.
Me pongo a escribir en mi cabeza un listado de reproches. Decididamente no iba a terminar de leer el cuento. El grito y las discusiones en la habitación cada vez suben más de tono. El clima no está para leer y muchos menos para encarar la escritura de ninguna historia.
La casa está oscura y helada a pesar el aire acondicionado funcionando. La noche llegó de pronto, sin permiso, e inundó todos los ambientes, mostrando una oscuridad que ni luna regalaba, contradiciendo la naturaleza del espléndido día soleado que habíamos vivido. Nubes oscuras y cielo plomizo. Frío intenso. Solo faltaría que nieve, aunque en Buenos Aires no nieva, lo consideré probable.
Estoy enojada. Enojada y triste. Ya no me importa el clima, ni el frío. Decido encerrarme en la pantalla de la computadora sin pensar más en nada, esperando el momento del reproche que maquino en mi mente buscando las mejores opciones para el funcionamiento, aceitando el engranaje de palabras a pronunciar, hilvanando respuestas probables y tonos adecuados.
Los gritos en la pieza van en aumento. Ahora discuten. Yo soy el centro de esa discusión. Los escucho. Me siento más indignada aún. ¿Quiénes son? ¿Por qué mi esposo les contó lo que sucedió? ¿qué autoridad tienen para meterse conmigo?
La bronca aumenta al igual que los gritos que escucho. Se sienten tan cerca. Tan cerca…
De pronto, todo cesa. No me atrevo a moverme. Por algún motivo siento un miedo terrible. Escucho que la puerta de la habitación se abre.
Algún día hay que aceitarla- me digo
Pienso que terminó el partido, que mi esposo se arrepiente y viene a pedirme disculpas. Es lo menos que puede hacer. Siento sus pasos. No. Siento pasos. Muchos pasos. Como de muchas personas caminando hacia mi.
Permanezco quieta. Como petrificada en el lugar. Mi respiración se entrecorta y veo que mi aliento al exhalar se condensa en el aire. Las gotitas caen sobre la mesa, mojan mi computadora. Mi nariz está helada, mis dedos blancos. Los pasos se acercan cada vez más. No me atrevo a mirar. Los siento cada vez más cerca. Son ellos, los once que se aproximaban. Si. Siguen enojados con mi interrupción. Decidieron vengarse por ello. Los tirones son cada vez más fuertes. Quieren mi cabeza. Si siguen tironeando entre todos van a lograrlo. Los tendones comienzan a resquebrajarse. Ya no siento el frío.
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