Siempre me gustaron las casas viejas, de estilo inglés. Con esos tirantes marrones que cruzan sus paredes dando tan peculiar imagen externa. Ventanales en general pequeños pero numerosos, de madera oscura. A veces con vidrios biselados en los bordes, y otras, con adornos de vitraux en los centros de las hojas de apertura. Techos de teja con varias aguas de caída. Grandes jardines.
Así son esas casas que me enamoran. Pero hay una en particular que está ubicada en pleno centro de Ramos Mejía. San Martín y Espora. Calle vieja, arbolada, con muchísimo tránsito de mano única. Esa casa en particular es “LA CASA”.
Hace años que la miro. Durante tanto tiempo tuve que pasar por allí en colectivo para hacer diversos trámites relacionados con la familia y el estudio, que aprendí a admirarla. Era casi seguro que dos veces por semana debía hacer ese recorrido. Y siempre estaba allí, señorial. Siempre allí. Vacía. El único ser vivo que destacaba en ella era una enredadera cubriendo más del 90% de la superficie externa de la vivienda. Una viña ornamental, a la que vi cambiar de colores adornando con majestuosidad tan mágico lugar. Los verdes frescos del verano descollantes de hojas y ramas colgantes. Seductores vástagos en busca de espacios más amplios en los que desarrollarse. Luego la llamarada escarlata del otoño atrapando la atención de todo transeúnte hipnotizado ante tanta belleza. Y los ocres y amarillos, de la decrepitud de esa vida que deja paso al vacío que permitirá nuevos brotes que comenzarán nuevamente el ciclo. Solo una vez vi una luz en la planta baja (porque tenía dos plantas), y me llamó la atención por la forma en que irradiaba. Eran las dos de la tarde.
Pasaron los años y la vida y el trabajo me alejaron de esa zona para llevarme hacia el otro extremo de la Matanza profunda, donde el río, cuando la lluvia arrecia y se hace desmedida, decide dejar su cauce para hacer sentir su presencia en las casas y las rutas. Por varias primaveras anduve en los kilómetros, recorriendo escuelas, caminando calles, conociendo gente.
Un día necesité hacer unos estudios médicos y la clínica asignada por la obra social me informa que el centro de alta complejidad se mudó a Espora 18. ¡Grande fue mi sorpresa! Solo 20 m me separarían de mi casa añorada.
Una sensación de placer y reencuentro me atrapó. Suena increíble, pero el saber que iba a ver “la casa”, me colmó de felicidad. Me pregunté cómo podía ser que una vivienda, que ni siquiera era mía ni existía posibilidad alguna de que alguna vez lo fuera despertara mariposas en mi estómago. Pero lo hizo.
Ya casi no reconocía la zona: bares, restaurantes, negocios de todo tipo habían ido reemplazando los viejos chalets originarios del barrio. Crucé varios semáforos… ¡Semáforos! ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que estuve por aquí? Hasta que llegué a la esquina.
Mi corazón dio un vuelco de dolor. La casa se encontraba mucho más envejecida. Había perdido el antiguo esplendor. Las ramificaciones otrora alegres se convirtieron en lamentos funerarios de un esqueleto vacío de savia. La fachada un verde y ruinoso muro. La parte superior de la casa había sido demolida en su mayoría. Solo algunas partes de las tejas de algunas aguas que aún habían sobrevivido seguían esperando en quietud a la máquina que las aniquilaría del todo para depositarlas en esos contenedores que ocupaban lo que antiguamente era el jardín.
Un gran cartel indicaba que el arquitecto fulano de tal dirigía la obra de aquel edificio que se construiría con pileta incluida en la terraza. El paisaje había cambiado, pero la luz, la luz seguía encendida. Crucé la calle y caminé hacia allí.
Al día siguiente, los albañiles fueron sorprendidos por los nuevos brotes.
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