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Enrojecidos

En el inmenso devenir cubierto del fuego de un atardecer que anuncia un brillante mañana, ella camina hacia su encuentro con la candidez y la emoción que implica la primera cita.

Su andar es lento. El andar enamorado de quien lo hace permitiendo que los aromas envolventes de los jazmines penetren en su cuerpo para invadir de románticos pensamientos su cerebro adolescente. Siente que la vida es una ardiente melodía que debe ser disfrutada y está dispuesta a hacerlo.

Piensa en él, y su cuerpo en transformación moviliza el alerta hormonal que se pone en juego en este paso de la juventud hacia la adultez reproductiva y de placer.

Rojas ensoñaciones acompañan su paso entre los purpúreos rosales del parque en que se efectivizará el encuentro. Huele la primavera inminente y siente que la naturaleza es su aliada para hacer de este día el más hermoso e inolvidable, brindándole colores y sensaciones que la transportan a espacios y tiempos que quiere atrapar en su mente.

Marte está allí. Esperando a su Venus. Observando su andar con erotizada mirada presurosa.

Ella no lo ve. Se detiene y duda. Un miedo inexplicable paraliza sus movimientos en un gesto que contradice la furia pasional que la hizo mentirle a su madre acerca del verdadero destino de esta salida. Piensa en cómo va a ocultar la real historia a su regreso, si su cuerpo emitirá señales de los cambios que seguro han de efectuarse. Cómo regresará a esa casa que la espera con la leche servida y las galletitas caseras, recién horneadas. La mezcla de los perfumes a naranja, limón y vainilla que imagina en la cocina, la hacen sentir insegura y reconoce en su pensamiento la necesidad inminente de la protección paterna que, en este momento le resulta imprescindible y que al mismo tiempo la vuelve irritable y los hace insoportables.

De pronto… está allí. Más alto, más hermoso que cuando se encuentra envuelto en el blanco paño que los identifica como miembros estables del establecimiento al que asisten y que les permitió conocerse mientras los pasillos eran testigos de sus pasos y de las miradas furtivas.

Un ahogado rubor carmesí sube hasta sus mejillas y se apodera de su rostro. Una peligrosa sensación la arrastra hacia él y la empuja como una ola contra los muros de corales chispeantes con los que teme chocar.

Él también mueve su cuerpo, y roza leve e intencionalmente el de ella.

Borbotones de sangre encienden las mucosas de ambos cuerpos que no pueden decir no a las consecuencias esperables e inevitables de los organismos que la naturaleza tiende a unir.

Lo deseado pasó. Eros completó el mandato. Ambos han consumado su primer beso.


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