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Ella camina

Ella camina. A la luz de la luna, con el sol del día.

Camina.

La vida quiso escapársele por entre los pliegues de sus pantalones tan anchos, tan sueltos… quiso escurrirse entre sus pies para zambullirse en la tierra y llevarla más allá de lo conocido.

Pero ella camina.

La veo pasar desde mi ventana. Yo tan inmóvil. Tan quieta. Tan doliente.

Y ella, que parece quebrada por el viento y el dolor, camina.

Ejemplo de mujer que día a día va mostrándole al mundo su obstinación por la vida.

Se enfermó mucho antes que yo, y mucho más grave. Una suma de inquietantes rebeldías del cuerpo.

Sin embargo, ahí está. Caminando.

La veo y un sesgo de vergüenza se adueña de mi mente. Me avergüenza mi cuerpo quieto a la espera del milagro que diga –ya podés- aun sabiendo que ya puedo y no me muevo.

Pienso si mi quietud es parte de este duelo permanente por la vida que me sujeta a la inmovilidad. Un duelo que día a día se bate en un campo de combate entre el vivir y el morir.

La conciencia de la muerte nunca fue tan cercana, tan visible.

Sé, porque lo sé, que gané esta batalla, no obstante estoy acá, a la espera de algo que desconozco.

Quisiera poder seguir sus pasos y caminar tras ella. Decirle que me enseñe su secreto y me cuente su fórmula.

Y mientras escribo, ella pasó. Despacio. Disfrutando. Mirando todo lo que quiere apresar en su memoria.

Camina.

Yo también, pienso. De otra forma. Camino hacia la vida.

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