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El tacto: un sentido aliado.


Cada madrugada me despierto y no quiero abrir los ojos porque sé que después no logro volver al sueño. Esto me pasa desde que comenzó la cuarentena. Me quedo en silencio tratando de encontrar algunos signos reconocidos para, medianamente, adivinar la hora. Escucho el profundo silencio nocturno y percibo en él el traqueteo lejano de la locomotora del Belgrano Sur que hace vibrar las casas cercanas a su paso . Son más de las 3.30, pienso. A esa hora pasa la primera formación hacia Marinos del Crucero General Belgrano dirigiéndose al fondo del doloroso y empobrecido oeste. Ese dato me alerta acerca que debo tomar el remedio, pero es preferible que espere un rato más. Tengo que tener seis horas de ayuno.

Mantengo la vigilia en busca de otros indicios que me permitan valorar con mayor precisión el momento extraño de la aurora. Entonces, pasado un rato, que en la inmensidad del sueño pudieron ser minutos u horas, oigo pasar un colectivo. Bien, ya sé: son las 5. Hora del primer 91 camino a Constitución.

Los ruidos en la noche son extrañamente atormentadores, tanto como imperceptibles en la rutina diaria.

Sin abrir los ojos tanteo sobre la mesita de luz, a la que antes de acostarme acerqué bien a la cama. Mis manos tratan de encontrar ese pastillero que alberga la pequeña gragea que pone límite a los impulsos irrefrenables de mi tiroides, que anda enloquecida mandando a diestra y siniestra mensajes alocados que hacen que mi organismo funcione como se le da la gana y no con la precisión mecánica con que debería hacerlo.

Lo primero que encuentro es el radio reloj, al que imagino en la penumbra irradiando el luminoso sonido del estar apagado. Puedo oír danzar a los locutores de la trasnoche de la 750. Los percibo, los veo, los escucho. Me siento en la silla de la cabina y toco los ásperos micrófonos envueltos en nylon. Comparto sus tibios mates sin moverme de la cama. Choco con la redondez de los aros de frío metal quirúrgico, que a diario se insertan en mis orejas traspasando el cartílago que alguna vez fue perforado. Deslizo mis dedos un poco más allá y encuentro el calor de las aguardientes páginas del libro de Bukowski que no me gustó y que dejó en mí una desagradable sensación etílica. Sigo buscando. Encuentro la base de los anteojos apoyada sobre celular y, pegado al imán que une las dos partes centrales de las lentes, por fin el pastillero. Pienso en la maravilla del que inventó esos armazones imantados que hacen tan cómodo el uso, y pienso si se le habría ocurrido esta función extra de ayudar a encontrar la medicación, de madrugada, sin necesidad de abrir los ojos.

Tomo en mi mano el estuche metálico. Sé que tiene una tapa que se desliza a la menor presión. La pequeñez del pastillero, los colores brillantes y psicodélicos que me llamaron la atención y me hicieron elegirlo desde dentro de un recipiente que tenía expuesto decenas de ellos, vienen a mi memoria. La sensación de opresión ejercida por la pequeña tirana de mi cuello, que se instaló ahogando mi libertad, atándome a esa porción violeta de menjunjes de laboratorio, fue la que me obligó a comprarlo y violentó la ingenuidad de un cuerpo libre de drogas, para comenzar un camino de ida que se iría haciendo carretera y hasta autopista.

La caja se resiste a que mis dedos ingresen a la poco profunda cavidad donde se encuentran alojadas las diminutas cuotas de vida. Un dedo gordo y medio descoordinado por el sueño, que quiere meterse en un espacio que no tiene el tamaño propicio para cobijarlo. ¿Me levanto y tomo agua? No. Me produce fiaca y trabajo levantarme e ir a la cocina a buscar un vaso del líquido elemento. Tendría que destaparme, sacar las piernas de la cálida cueva formada por las sábanas. Apoyar mis pies en el piso frío y desplazarme unos 8m hasta la primera canilla. Y tendría que abrir los ojos. Y ya sé qué sigue: horas de insomnio y descontrol de la rutina diaria.

Extraigo una gragea y con la exactitud de conocer la propia anatomía que me permiten los años de vida, deslizo un comprimido en mi boca. Lo siento áspero. Insulso. Lo trago así, como viene. Intento no atorarme. Me detengo a percibir cómo se va derritiendo en el interior adherido a mi mejilla transformándose en una arenilla que se pega en los dientes y en la lengua, que poco a poco se va disolviendo en mi boca para ir transitando el camino que llevará esta hormona a ocupar el lugar de la que mi cuerpo no produce. Me quedo quieta en la cama. Esperando que todo aquel medicamento termine de deslizarse hacia el interior del cuerpo, y, para que no me pase como otras veces que despierto con la pastilla entera aún dentro de la boca, adherida a la mucosa interior.

Lentamente me doy vuelta. Me acomodo. Mi esposo que también duerme, desliza su mano y toma la mía. Su calor y su amor, me arropan y vuelvo a conciliar el reparador sueño.


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