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El sur

Las cosas se iban poniendo difíciles en el país. Decidieron casarse. Ella convenció al padre para que firmara el consentimiento pues era menor de edad, y partieron hacia la Patagonia.

La subsistencia en el sur era muy difícil. Cambiaron varias viviendas. Todas muy precarias. Mucho viento. Mucho frío. Poco alimento y carísimo. Pero siguieron buscando la felicidad.

Se embarazaron. Debían elegir un lugar mejor. Encontraron un local que alguna vez fue peluquería. Lo alquilaron. Bastante incómodo.

Un salón de unos cuatro metros y medio de ancho por unos 8 de largo. Un baño pequeño con la única pileta proveedora de agua para todo: bañarse, cocinar, lavar los platos, lavar la ropa.

Con mucha imaginación la dividieron en dos ambientes. Taparon como pudieron la vidriera para que no se viera desde afuera y transformaron ese sector en dormitorio, ya que allí estaba la estufa. El niño tenía su rincón para el moisés. Pero era todo tan frío. Y tan oscuro durante el día. Habían pensado que “el estar- cocina” quedara al lado del baño, por el agua. Pero después se dieron cuenta que era mejor modificar esa distribución ya que la luz provenía del frente vidriado. Eligieron mal. El reflejo del sol en el ventanal no dejaba dormir a nadie, y la falta de luz natural impedía realizar tarea alguna obligándolos a tener a luz artificial encendida. Y sobre todo, porque en el silencio de la noche, a ella le parecía escuchar gritos. Gritos sordos, ahogados. Y ladridos. Sonidos que solo ella parecía oir. Había que modificar el orden. Alejarse de esa ventana.

A la mañana salía a hacer las compras diarias en el barrio. No hay perros, pensó, ni gente por afuera de sus casas. Le llamó la atención. Hubiera jurado que a la noche los perros ladraban.

Al lado de su casa-local, en la esquina, había un chalet. Allí vivía una pareja que a ella le parecían viejos, que por lo menos tenían cuarenta años. Eran los únicos vecinos que había visto alguna vez, aunque sabía que no eran los únicos de la calle, sí los únicos visibles. Nunca saludaron. No hablaban con nadie. Parecían extranjeros. Muy rubios. Quizá descendientes de galeses, pensó. Hay muchos por esta zona.

Mientras su esposo trabajaba ella reacomodaba lo poco que tenían: cambiaba la cama de lugar intentando cubrir con almohadones el brutal pozo del elástico metálico en el que se hundían de tal manera que al levantarse dolían todas las articulaciones forzadas por una cama que no cedía y se acomodaba al cuerpo. Armó un rincón para su bebé. Decoró el estar-cocina con lo que encontró e improvisó unas cortinas que los protegieran de las miradas indiscretas.

Estaba en esa tarea cuando se detuvo a mirar la casa de enfrente. La veía a diario, pero no la miraba. No había prestado atención a esa vivienda. Derruida y extraña. Una casa muy parecida a una tapera. Parecía estar deshabitada, sin embargo de noche había luces, y de día salía humo por las chimeneas sobresalientes en el techo de chapas. Le intrigó mucho. ¿Alguien podía vivir allí?

Se olvidó por un momento de la casa continuando con las labores que le permitirían sorprender al marido cuando llegara del trabajo. Estaba cansada. Aprovechó que el niño despertó para sentarse un rato y amamantarlo al lado de la mesa que daba a la ventana, estrenando ese lugar que había construido para ellos hacía unos momentos. Era tan pequeño y tan hermoso su bebé, pensaba.

El niño se durmió, y ella, exhausta, se preparó un mate y se sentó a mirar la nada por la ventana.

Era una calle casi desierta. Sin tránsito. De pedregullo y alejada del centro cívico. Nada ni nadie se esperaba que pasara por allí. Se entretuvo mirando las figuras formadas por la arena que el viento levantaba de entre las piedras de la calle, y se sintió protegida del frío intenso del exterior. Eso le producía calma.

Volvió a mirar la casa de enfrente. Era oscura, sombría. No tenía ninguna vegetación. Ni cerco que la separara del resto de las viviendas, de la calle. Ni siquiera vereda. Era una casa sola en medio de un terreno abandonado. Un terreno patagónico. Árido. Sin los verdes que extrañaba y que habían sido su paisaje natural en su corta vida. No sabía por qué, pero le producía temor mirarla.

De pronto la sorprendió la llegada de una ambulancia. Bajaron unos hombres con unos bultos grandes, incómodos y pesados que llevaban entre dos o tres. Mientras miraba le pareció que el contenido de esos paquetes se movía. Pero dudó acerca de si lo vio realmente o lo imaginó. Debe ser que de tan incómodos y pesados, no podían mantenerlos en equilibrio- pensó. Entraron a la casa con ellos y unos minutos después partieron sin llevar nada consigo. No le llamó demasiado la atención en ese momento, pero registró en su memoria ese movimiento.

Limpió el mate, se cambió para recibir a su marido y mostrarle lo lindo que había quedado todo. ¡Hasta había armado una alacena con los cajones que la verdulera le había regalado! Disfrutaron juntos el lugar. Tomaron unos mates. Cambiaron al niño, lo abrigaron bien con un porta-enfants que le tejió la tía y como cada tarde, salieron a dar una vuelta. Se dirigieron a visitar a los amigos. Amigos de él. Ella nunca hizo amigos en ese lugar. Pero la felicidad costaba muy poco en esa época.

Llegaron a la casa de Juan y Ana. Juan tenía 38 años y Ana, 36 ¿de qué les podía hablar? Se aburría escuchando siempre las mismas anécdotas: del trabajo, de cuando su esposo vivía allí solo en el obrador, del nacimiento de los hijos de esa pareja, de cuando… de cuando… de cuando…

De pronto ella interrumpió la charla y comenzó a hacer preguntas. Ana sabía todo lo que una persona puede saber acerca de un barrio. Le preguntó si conocía algo de su cuadra, de sus vecinos. No se animaba a preguntar por la casa.

Rápidamente Ana le contó que sí sabía sobre ese matrimonio. Que eran yankees. Que es él el que vino a trabajar al pueblo, que su esposa solo lo acompañaba. Pero que nadie sabía muy bien a qué se dedicaba. Qué es lo que hace. A veces lo han visto salir o entrar a la comisaría. Otras a una clínica del centro. Pero siempre acompañado de alguna autoridad. Todo el mundo comentaba que jamás hablaba con nadie. Pero lo que más decían es que cuando pasa caminando se sienten ruidos, como si la vida y la tierra se quejaran y crujieran. Ruidos metálicos acompasados. Y se decía que perros y hombres que lo cruzaban, desaparecían.

- Y… ¿la esquina de enfrente? ¿La que tiene el terreno tan abandonado? ¿Vive alguien?

- Mmmmm…. – se quedó pensando Ana – ESA casa…. Mmmm… mucho no sé. Pero mirá, nena, mejor no te metas con esa casa. Dicen que está embrujada. Que la gente que vivió allí murió envenenada o algo así, pero nadie vio nunca sus cadáveres… dicen que si la gente pasa por esa vereda o intenta saber qué sucede allí… bueno (hace un silencio)… bueno que no los ven más. Ni a sus perros. La gente habla. Vos por las dudas no te acerques. Pasan cosas ¿viste?... - y siguió hablando de temas triviales, mirando a la joven de reojo cada tanto como para cerciorarse que no volvería a sacar el tema.

Los dichos de Ana siguieron resonando en sus oídos... ¿Qué tiene esa casa? ¿Embrujada? Ella no creía en los embrujos. ¿Qué o a quiénes escondía?

Se fueron antes de la cena.

Se acostó preocupada, asustada y se levantó aún peor. Varias veces, durante la noche, sintió un sonido extraño. Metálico, crujiente, que parecía deslizarse a lo ancho de la vivienda. Los gritos esa noche se hicieron sentir más que de costumbre. Y también los perros, a pesar de no haber visto ninguno por el barrio. Se levantó y se sentó sola a tomar mate, cerca del ventanal, mientras su familia dormía. Estuvo allí mucho tiempo. No tenía nada que hacer y no quería despertar a los durmientes. Ya no sabía si le causaba tanto placer vivir en ese lugar. Miró por la ventana. La casa, oscura y sola, le producía angustia. Puso la radio bajita para distraerse. Escuchó tango. No había mucho más: Raúl Lavié y Rafaela Carrá, sonaban una y otra vez a cualquier hora del día y de la noche.

Mientras su cabeza se distraía pensando todas esas cosas, sintió otra vez ese crujido. Tan fuerte que tapaba la música de la radio. Se asomó por la ventana y vio a su vecino. Era habitual que él cruzara a la casa cada vez que una ambulancia llegaba y dejaba un bulto. Pero, esta vez, él salía de la casa embrujada y se dirigía hacia su propia casa, pero enfilando derecho primero hacia el ventanal en que ella estaba sentada. A su paso el suelo crujía, y al pasar frente a la fachada vidriada, la vereda exhaló un largo lamento.

La incertidumbre y la curiosidad ya se habían apoderado de ella. Los ruidos, los gritos, los ladridos. Todo confabulaba para estremecerse al verlo pasar. ¿Había estado allí toda la noche? ¿Solo? ¿Haciendo qué?- mil preguntas se cruzaron por su mente mientras lo veía caminar lentamente hacia su vivienda…

En ese interín su esposo se había despertado. Rápidamente le contó todo. Ahora los dos se asomaban por la ventana cada vez que sentían el motor de un auto o el crujiente ruido metálico. Esa noche ambos escuchan los gritos y los ladridos y los pasos…

Los días transcurrieron. El movimiento de la casa embrujada siguió sucediendo. Los gritos, a veces diurnos, a veces nocturnos, también. Estaba obsesionada por saber qué sucedía allí. No encontraba respuestas. Ni conocidos, ni comerciantes del barrio querían hablar de ello. Se había hecho una rutina preguntar y obtener silencio a cambio.

Un día un grupo de militares se apostó en la esquina. El intendente transmitió por radio el mensaje de que a partir del día siguiente se iban a comenzar ensayos de oscurecimiento. Iban a pasar a controlar casa por casa. Eso decían desde el carro militar que con altoparlantes circulaba por las calles indicando que permanecieran adentro de sus viviendas hasta el control. Pusieron horario para hacerlo. Había que oscurecer muy bien todo. “Los chilenos son gente peligrosa”, decían.

El problema era el ventanal. Y los libros: García Márquez, Cortázar, Mafalda. No eran muchos, pero no tenían que estar. Un compañero del esposo pasó de visita y se los llevó. A cambio dejó algunas revistas “El Tony” y “D’artagnan”

Les costó mucho oscurecer la vidriera. Era muy grande. Recurrieron a una frazada bien oscura y de trama cerrada. Estaba llegando la primavera y podían prescindir de ella. Terminaron y se sentaron a tomar mate, cuando escucharon los crujidos metálicos e inmediatamente después golpes en la puerta.

El vecino.

Les dijo que era el jefe de manzana nombrado por el intendente militar para controlar el oscurecimiento. Pidió pasar a revisar y se sentó sin ser invitado. Se estiró todo lo largo de su cuerpo sobre la silla, con las piernas extendidas en el frente, relajado, dejando visibles las botas de cowboy con espuelas… Miró todo. Miró las revistas. Los miró a ellos, desafiante. Les dijo que estaba bien oscurecido, que mejor, así no salía ninguna luz al exterior. Sonrió. Una sonrisa provocativa.

Está bien oscurecido – repitió- no se ve luz de afuera pero tampoco se puede asomar nadie a mirar hacia afuera, hacia enfrente, porque no es bueno mirar lo que no hay que ver.

Un frío recorrió el cuerpo de ella.

El hombre se paró. Los siguió mirando fijamente. Una mirada que helaba.

Les tendió la mano y se despidió: John Walker. Taxidermista.

En el pueblo dicen que esta joven pareja volvió a Bs. As., pero no se despidieron.

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