Me llamo Joaquín, soy antropólogo y estoy estudiando en este momento a los indios querandíes. En realidad, su verdadero nombre Quirã-ndi, deriva del guaraní "quirã" (sebo o manteca) y "ndi" ("con"). Es decir, eran gordos por comer alimentos ricos en grasas o aceites, que principalmente era en base a ñandúes, venados o guanacos que en esa época pastaban libremente por la zona.
Este grupo me interesa en particular, porque poco se sabe acerca de su desaparición. Solo que, de una población de más de 90.000 personas a la llegada de Garay, nada quedó que diera cuenta de su existencia.
Algunos investigadores sostienen que en realidad eran parte de un colectivo mayor, los pampas, integrantes de los puelches, y por eso no se sabe nada de ellos. Otros, que cambiaron su nombre, y eso hace que hayan “desaparecido” de la faz de la tierra. Y un tercer grupo, con el que adhiero, que fueron exterminados en las sucesivas incursiones para robarles la tierra.
Esta última opción es la que más certera me parece, sobre todo, considerando que la reserva (otrora cuidada y hoy un asentamiento de viviendas precarias) se encuentra enclavada en el Distrito de La Matanza, en cuyo centro poblacional existe una estación de tren llamada “Querandíes”. Altos, fornidos y nómades, dice la historia (aunque sin pruebas evidentes), que fue en las orillas del Río Matanza, en que estos hombres dieron muerte en combate a Don Diego, el hermano de Pedro de Mendoza, defendiendo su territorio. El cuento “El hambre”, de Mujica Lainez, bien podría estar dando cuenta de esta historia.
Pero volviendo a la mía, me siento comprometido con el estudio étnico de este grupo que grandes intrigas despiertan en la historia de nuestros orígenes. Para ello, y de acuerdo a mis íntimas convicciones, decidí explorar desde el método antropológico conocido como “emic”, nueva etno-antropología que permite situar la investigación desde el punto de vista del sujeto investigado. En este caso, la población matancera y los habitantes del suelo que fuera “reserva”. Por eso me mudo cerca del lugar, porque tengo la firme convicción de hallar alguna prueba de su pasaje por allí.
El lugar elegido es una casa frente al Autopista Richieri. Lugar medio inhóspito y solitario. Si quisiera describir la zona, trazaría dos perpendiculares. La primera, en el cruce de Camino de Cintura y Autopista, en el denominado Puente 12. Allí puedo describir, a la izquierda, como transitando desde la capital hacia el aeropuerto, una agencia de camiones Mercedes Benz y en la esquina de enfrente, la reserva-asentamiento, lindando con el río. A la derecha en la misma dirección, el Centro de Memoria-Verdad-Justicia que señala el lugar exacto del centro clandestino “El Vesubio”, y enfrente, la Jefatura Departamental de la Policía Bonaerense. Dicen las malas lenguas que debajo de la ampliación de esta ruta, durante las épocas negras del país, se encuentran muchos cuerpos que pasaron por el centro. En fin. Muertos de un lado y muertos del otro de la ruta. La Matanza. Nombre terrible.
La segunda perpendicular, en el Puente 13, donde está ubicada la casa que alquilo, y desde donde, pasando por debajo de la autopista, puedo acceder a la reserva. Lo demás, todo despoblado por varios kilómetros.
Yo vivo en una casa que queda al lado de la esquina. Sobre la misma vereda de la policía, pero unos 500/600 m más adelante. Está ubicada en un barrio viejo, ¡bhá! Un barrio de viejos. Solo tres vecinos. Viejos. Tan viejos que casi no se los ve porque no salen afuera.
La casa lindera, es la de la esquina. Vive una mujer teñida de rubio, de edad indescifrable, a la que se distingue desde lejos por el humo que despide su cuerpo. Es tan fumadora que cada uno de sus poros se transformaron en miles de pequeñas chimeneas por las que exhala toda la nicotina que no puede quedar atrapada en el interior.
A la izquierda, una mujer sola, recientemente viuda, de cuyo esposo poco se sabe y de su muerte, menos aún. Cuando intenté preguntar acerca de él y su enfermedad, un raro silencio cubrió como un manto la conversación que llevaba adelante con algunos amigos que no viven exactamente en esta zona.
En el fondo, un viejo solitario, que poco sale de su casa y cuando lo hace, es al atardecer y dice cuidarse mucho de ellos, lo que andan de noche. Un ex comisario de la departamental, me dijeron. En realidad, los tres, de una u otra forma, tienen relación con ella.
Los escucho y pienso que, si yo fuera una persona mayor como ellos, también andaría con cuidado de los paseantes nocturnos afectos a quedarse con lo ajeno. Y entonces, entiendo las medidas de seguridad extremas que tiene esta casa en particular: cada puerta tiene rejas y llaves de seguridad. Cada ventana, doble cerrojo. No existe forma de ingresar a esta morada sin las llaves que encastren en cada cerradura hábilmente distribuida. Sin embargo, pienso, que una barreta es suficiente si de robar se trata. Pero, en fin. Tanta seguridad y no logro que alguien me cuente por qué dejaron la casa los habitantes originales de ella, y por qué, al alquilarla, no me dieron ninguna explicación acerca de sus dueños. De hecho, la inmobiliaria, casi no responde ninguna pregunta que hago, centrando toda la oferta en hacer hincapié en que, teniendo en cuenta el motivo científico que me lleva allí, no debo dudar en vivir en esa casa.
Nos mudamos enseguida de haber terminado el trámite, que extrañamente, fue muy rápido. No me pidieron depósito, ni garante. Creyeron en mi palabra de profesional universitario, lo que me dio una sensación de alivio pues a en esta época es casi imposible encontrar amigos con casa propia o trabajo estable, que pueda hacer de garante.
Vivo en esta casa con Terekua, mi perra, que es mi cuidadora personal haciendo honor a su nombre. Terekua y yo somos inseparables. Terekua, cuidadora en guaraní. Ella duerme siempre cerca de mí. Al lado mío, y si puede, con su cabeza sobre mis pies. Salvo cuando pide salir a hacer sus necesidades, en cuyo caso, cumple con la naturaleza e inmediatamente comienza a golpear con fuerza las rejas con sus patas intentando abrirla. Esa es una señal inconfundible. Sacude con tanta fuerza que parece que va a tirar abajo el cerramiento para volver a entrar a “cuidarme” y hacerse mimos conmigo. Ella y yo conformamos una jauría.
Así vamos pasando los primeros días. Yo, recorriendo la zona, tratando de identificar los lugares adecuados para recabar información; mientras tanto, Terekua, reconoce sus propios espacios disfrutando de corretear a mi lado. De vuelta en la casa, los tiempos de ambos son bien distintos. Ella duerme en su alfombra, y yo busco información en libros, internet, y toda documentación que llegue a mis manos. Incluyendo viejas fotografías de la zona.
Los primeros meses son tranquilos, aunque la soledad comienza a sentirse. Por alguna razón, nunca logro recibir visitas. Ningún amigo quiere venir a casa. Las excusas son variadas, pero siempre terminan igual: otro día.
Al fin logro entablar alguna conversación con la vecina. La rubia me cuenta que el esposo de la otra vecina murió de un infarto. ¡Increíble! Dice que “ellos” intentaron entrar una noche oscura a su casa para expulsarlo. Que él no pudo soportarlo, pero que la esposa no tuvo miedo y los enfrentó. Al final no ingresaron, pero el daño ya estaba hecho. El del fondo, está armado hasta los dientes, y hace todo tipo de sortilegio para evitar las presencias, que lo molestan como lo molestaron siempre y que, desde hace años, toma todas las precauciones para hacerlos invisibles a la sociedad. Ella, ya está entregada. No le importa. Fuma mientras espera que pase lo inevitable.
Ante mis preguntas acerca de quienes son ellos, las respuestas siempre son muy parecidas. Ellos, los otros, los de siempre, los fastidiosos. Los que piden ayuda, los que quieren venganza. Los que no están. Los que son entes. Nada de lo que me decía tenía sentido, parecía un juego de palabras de una desquiciada, tratando de emular alguna brujería que pusiera sobre alerta mi reacción o quisiera asustarme.
Mis amigos, siguen negándose a venir. No les gusta la zona. No les gustan las historias que circulan.
Una noche, me quedo estudiando más tarde que de costumbre, y me parece escuchar ruidos afuera de la casa. Me asomo y nada. Solo veo una rata enorme que pasea entre el tacho con basura y la pared lindera. Me río por asustarme por nada. Ridículo, pienso. Soy un hombre de la ciencia, no puedo asustarme por esto.
Otra noche, mientras estoy durmiendo, siento voces y quejas al lado mío. Muy cerca. Como si me hablaran en el oído:
- ¡Andate…! ¡Estás a tiempo! ¡No te quedes en esta casa…! ¡Ellos van a venir…! No perdonan. Aman la muerte.
¡Pucha! ¡Qué sueño intranquilo! Esas voces taladran mi cerebro mientras en mis sueños, se entrecruzan querandíes y muerte. Una gran mancha de sangre en la tierra, y un sinnúmero de cadáveres semidesnudos, lastimados, nutriéndola. Hombres y mujeres. De distintos aspectos. En distintas posturas. Acto seguido, la casa. Construida en el mismo lugar. Sobre esos cadáveres, que se mueven y me alertan.
Me despierto sobresaltado. Transpirando. Me faltaba el aire y el verano se transforma en una noche fría en la que mi aliento se convierte en vapor al contacto con el aire.
Miro a Terekua, que está sentada en un rincón, acurrucada. Sus ojos brillando con el fosforescente característico de todo animal en la oscuridad, suma una cuota de terror a la escena. Enciendo la luz e ilumino el ambiente. Juraría que vi sombras moverse en la ventana. Un escalofrío recorre mi espina dorsal. Me acerco a la ventana y me asomo. No hay nadie. Nadie. No hay nada que llame mi atención. La noche, de una luna llena espléndida, ilumina el jardín que está en toda su magnificencia.
Pierdo de vista a Terekua. La siento golpeando la reja de la puerta que da al frente de la casa. ¿Cómo hizo para abrirla?- me pregunto.
Me acerco y miro hacia afuera. Veo que mis vecinos están allí. En el jardín. Algo los alertó también a ellos. La puerta está cerrada, evidentemente fue sacudida desde el exterior. Terekua está a mi lado, confirmando que no fue ella. Siempre estuvo a mi lado, acurrucada, inquieta. La veo ladrar mirando hacia el afuera, mientras retrocede sobre sus patas buscando un lugar seguro.
Abro la puerta para reunirme con mis vecinos que están parados en el jardín de mi casa. Los noto nerviosos, ansiosos, intranquilos. Es la primera vez que veo a la viuda. Parece alterada. Su cara tiene un gesto que hace que se me erice el vello del cuello, pero no sé por qué. Pienso que debe estar reviviendo el temor de cuando murió su esposo.
A medida que me acerco al grupo, los veo más y más raros. Están de espalda a mi. No parecen notar que me acerco. Los escucho conversar en voz baja. No puedo identificar lo que dicen.
A medida que avanzo veo más detalles de la escena que se está desarrollando. La veo a la viuda con sus dientes brillando en la luz, en un gesto que indica claramente que ha perdido el juicio, su gesto se parece al de una sonrisa demoníaca reflejada en su cara. La rubia y su palidez, parece fundirse en un solo color con el humo que la rodea, y el viejo, por fin veo al viejo.
Los tres se dan vuelta como en una coreografía ensayada mil veces y se abalanzan sobre mi cuerpo. Me toman por sorpresa. ¿Qué les pasa? ¿Quién espera el ataque de los tres viejos? El del fondo, el ex comisario, lleva un hacha afilada con la que golpea mi cuerpo. Siento el filo cayendo sobre mi brazo. Lo veo sangrar. Grito de dolor, mientras la viuda se abalanza primero y comienza a succionar de él con energía, acaparando las arterias solo para ella. Empujándose con la rubia para ganar espacio, mientras él, el viejo, ríe con carcajadas aterradoras gritando ¡Y eso que los zurditos siempre avisan! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Zurdos de mierda…! por más que los enterramos bajo toneladas de cemento y asfalto, siguen queriendo ser solidarios. Pero ellos ya fueron, no están más. Son entes. Son desaparecidos. ¡Fue genial inventar lo de la reserva india! ¡Uds. los científicos, son el más fácil bocado para conseguir!
Y mientras los tres se apoderan del festín de mi cuerpo, yo veo cómo la luna llena del verano, ilumina la autopista por la que los autos pasan a toda velocidad, sin imaginar que allí, solo a unos metros de todo ser vivo, me están despojando de la vida.
Comments