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El escribiente (cuento)

El escribiente

de Adriana M. García

Esta es la historia de Amún, nombre cuyo significado es “el invisible”. Así lo

llamaban, resultando singular y representativo para un hombre único: de

enormes proporciones físicas y nulo espacio social.

Amún vivía en una vieja casa del barrio. Era una casa a la que el tiempo le había

dejado su huella indeleble de ruinoso desgaste y falta de amorosos cuidados.

Paredes con revoque raído y descascarado, con grandes lonjas colgantes como

tétrico adorno moribundo. La cal, que alguna vez la blanqueara haciendo brillar

su hermosura, hoy se había convertido en una sombra de color difuso sobre

paredes húmedas y malolientes. Puertas derruidas, carcomidas por el agua y el

tiempo, que habían cavado sus bases, dejaban entrever agujeros por los que las

ratas podían decidir cuándo dejar las habitaciones vacías para pasear por el

patio exterior. Los techos, con algunas chapas faltantes, fueron perdiendo el

encanto de la belleza de antaño, permitiendo que las maderas filtraran el agua

formando ventanas naturales por las que el oscuro firmamento invadía el tétrico

ambiente.

Amún estaba solo en esa casa, y le gustaba el aislamiento que tenía. No

necesitaba mucho más para vivir que aquello que le proveía la vida y la herencia

materna.

Desayunaba parado en la puerta de la habitación-cocina mirando hacia afuera,

con la taza de café entre sus manos. Podía estar largas horas de la mañana en

esa posición, disfrutando el sol que abrazaba su cuerpo a través del vidrio de la

ventana. El calor que le propiciaba el pocillo, le recordaba las tardes en que su

madre le tomaba las manos y le contaba historias del padre que no recuerda y

al que imaginaba navegando lejanos mares y sorteando furiosas tormentas.

En realidad, ella nunca le dio demasiada información acerca de él. Solo la

necesaria para intentar que lo odiara. Pero nunca pudo hacerlo. Prefirió

imaginarlo como un héroe buscador de aventuras y hacedor de milagros que le

permitieran seguir vivo. Él creía conocer muy bien la realidad de los hechos: la

madre engañada siendo aún muy joven, la huida antes que la responsabilidad,

el enfrentar a la sociedad y luchar sola con un hijo a cargo (“a cuestas”, decía

ella), y todas las desdichas fruto de esa situación que igual no le impidieron

conocer otros hombres, armar otras historias, y hasta hacerse de varias

propiedades.

En esas mañanas que permanecía petrificado en el umbral de esa puerta, Amún

miraba lo que otrora fuera el jardín, intentando encontrar algún indicio que le

admitiera reconocer ese sector y sus vivencias.

Por allí veía lo que quedaba de una pérgola de rosas, hoy cubierta de cizañas

en su base y alguna especie de hiedra enredada con los rosales que se niegan

a dejarse morir. Recuerda sus juegos en ese lugar mientras su madre recibía la

visita de varios amigos. Horas y horas sentado allí. A veces con juguetes, y otras

solo con su alma y la lata de dulces, pues la premura de atender al visitante

inoportuno que no dio aviso de su llegada, no le daba tiempo a recoger nada

para entretener el tiempo en que tenía prohibido entrar. Era en esos momentos,

larguísimos momentos, que Amún escuchaba la voz de su padre narrándole las

historias más increíbles jamás relatadas. Historias que nunca contó y que

guardaba en su mente como un tesoro que no debía ser descubierto por nadie.

Disfrutaba de esos cuentos, que una y otra vez repasaba en su memoria. Años

y años de su vida al servicio de enriquecerlas y transformarlas en verdaderas

epopeyas en las que indefectiblemente su padre era el héroe y los otros

hombres, los villanos. Tantos años de soledad e, increíblemente, nunca se le

ocurrió abrir alguno de los siete libros manuscritos que, desde que tiene uso de

razón, veía sobre unos estantes que alguien había colocado en la cocina.

Tampoco nunca supo de dónde salieron y, muchísimo menos, sus orígenes. Ni

le importaba.

A veces recorría el jardín buscando las frutas maduras que recogía de los árboles

que aún se las regalaban. A él le encantaba transformarlas en dulces y

mermeladas. Le gustaba cocinar porque le gustaba comer. Preparaba las

confituras más sabrosas, con el aprendizaje adquirido de tantas pruebas y

ensayos en su cocina. Actividad que no escatimaba en hacer, pues su tiempo no

era compartido con nadie. Así logró manjares que sólo él disfrutaba, y recetas

únicas que solo él conocía. Siempre mantuvo la costumbre de guardar algunos

en la lata que lo acompañaba desde su niñez, para abrirla en los momentos

nostálgicos y recordar su infancia.

Sabía elegir muy bien cada fruto y cada época para llevar adelante esas

maravillas que el tiempo en la cocina le habían ofrecido. Porque si algo a Amún

lo deleitaba en esta vida, era la comida y comer. Esa era su gran pasión.

Era un hombre obeso. Muy obeso. Tanto que su vida corría riesgo cada vez que

se agachaba en el jardín o estiraba sus brazos para tender la ropa lavada. Pero

él no lo sabía. Amún no salía de su casa casi nunca. Era invisible para el mundo,

a pesar de su enorme tamaño. Pero si en alguna ocasión lo hacía, era para ir a

comprar algo que le faltaba, pero jamás para ir a hacerse un control de salud.

Nunca fue a un médico, tampoco se enfermó. Su madre le enseñó cómo

cuidarse, y a no depender de nadie. Y él, lo aprendió muy bien.

Para cubrir las necesidades de los alimentos que no podía cosechar en su casa,

o elementos básicos de la vida cotidiana indispensables para procesar lo que su

huerto le ofrecía, consiguió que un pequeño supermercado del barrio le

proveyera todo lo necesario, con gran placer por parte del dueño (hay que

decirlo), pues era un cliente de pago puntual que no revisaba las cuentas, ni los

precios, por lo que podía tranquilamente hacer deslizar el lápiz hacia números

que otras personas le hubieran cuestionado. Amún sabía que era engañado.

Pero prefería hacer la vista gorda (más gorda) que tener que enfrentar a otro ser

humano y entablar una conversación que no sabría sostener.

Las pocas relaciones que tenía Amún con el exterior eran con el dueño del

supermercado cuando tenía que pagar (aunque generalmente le dejaba el dinero

en el canasto de intercambio con que traían la mercadería y el cadete dejaba del

lado interior de la cerca); el corredor de la inmobiliaria que le administraba las

propiedades y al que veía cada dos o tres años con motivo de renovar algún

alquiler (ya que el dinero de los alquileres se resolvía de forma semejante a las

vituallas); y algún que otro vecino al que saludaba levantando una mano, al

tiempo que hacia un gesto con la cabeza inclinándola suavemente hacia atrás…

Él saludaba y la gente hablaba. Un hombre solo, en esa casa. ¿Qué pasará del

otro lado del muro?

Así transcurrían sus días y sus noches. Cocinando, comiendo, escuchando las

historias que continuamente su padre le contaba en el oído.

La casa fue construida en 1905 por un joven inmigrante que llegó al país en el

barco Jadranka proveniente de la Europa eslava, siguiendo el boceto de un plano

que le había comprado a un arquitecto que dijo ser el inventor del diseño. Cuatro

habitaciones, dos de cada lado de lo que sería una cocina. Todas las puertas

enfocadas hacia un terreno que algún día cobraría forma habitable. Un retrete al

fondo, detrás de la última habitación. Techos de chapa exterior y madera interior,

que permitía disfrutar de la música producida por la lluvia cuando al cielo se le

ocurría derramar su dolor sobre la tierra. Puertas altas de madera con bandolera,

persianas también de madera para oscurecer las tardes calurosas. Piso alisado

esperando ser cubiertos de manera digna para la familia que pensaba formar.

Mientras construía, se dedicó a la fabricación de baldosas, mosaicos y

menesteres semejantes según los secretos que había aprendido de su padre, y

los elaboraba en un obrador que construyó al terminar el terreno. Dicen que

trabajaba día y noche, hasta que logró traer al país a su joven esposa, que arribó

a puerto cargando en su vientre el fruto del engaño, un pequeño bolso y una caja

con tres libros manuscritos que nadie jamás leyó. El hombre, se sorprendió con

la noticia, aunque comprendió que el tiempo y la distancia jugaran malas

pasadas a mujeres jóvenes en tiempos de guerra. Cobijó a ese hijo como propio,

pero a pesar de ese gesto, no logró evitar que una maldición acechara a su

familia. Claro que él no lo sabía.

Los años pasaron normalmente. El matrimonio creció en esa vivienda llena de

verdes, flores y frutales. Fueron transformando su jardín y su huerto hasta

convertirlo en la envidia del barrio. Construyeron una pérgola de estilo romántico

en el centro de la parcela, visible desde todas las habitaciones; pusieron a los

costados rosales enredaderas que ofrecían pequeñas flores de un suave color

rosado y colocaron dos bancos en el interior, para poder jugar con su niño

cobijados por la perfumada sombra de tan bella mata. Plantaron ciruelos,

pelones, caquis, mandarinos, naranjos, pomelos y limones. Fabricaron un

enrejado y sobre él hicieron crecer variadas vides, garantizando de esta forma

deliciosas frutas para las distintas temporadas del año.

Eran muy sociables, y habitualmente organizaban reuniones en que eran

invitados sus vecinos a compartir un placentero almuerzo, merendar bajo las

frondosas sombras de los árboles o simplemente charlar mientras miraban las

estrellas. De todo iba dejando registro este hombre, escribiendo con pluma

cucharita y tinta, en un libro en blanco que vino en la caja en el barco, pero que

descubrieron recién estando en la casa.

Escribía y no sospechaba que el tiempo daría de bruces con el amor del barrio

por esta casa.

Su hijo se convirtió en un hombre hermoso, trabajador y dispuesto a encarar la

vida. No dudó en hacerse cargo de la vejez de sus amados padres que, poco a

poco, parecían desvanecerse transformándose en imágenes fantasmagóricas,

hasta que un día, no estuvieron más. Nadie preguntó. Tampoco nadie miró la

estantería, que ahora contaba con cinco libros.

Sin embargo, la vida en la casa continuó. Se siguieron haciendo mosaicos, y

cultivando las flores. El tiempo pasó y el hijo, ya adulto, encontró una mujer con

quien compartir su vida. Ella entró a la casa con Amún en su vientre.

Desconociendo la circularidad del destino, crió a ese niño como propio durante

los pocos años que estuvo a su lado.

La vida transcurría en la casa. Amún correteaba con sus primeros pasos,

mientras su madre lo cuidaba y su padre comenzaba a desvanecerse. Poco a

poco la mujer fue ocupando más espacio, atormentando la vida de este hombre.

Mientras él, en el obrador heredado, hacía la pasta que convertiría en

artesanales mosaicos arabescos y escribía en un cuaderno en blanco tomado

del estante fórmulas y estrategias que decía saber por su padre, otros hombres

ingresaban a la casa, para deleite de su esposa y destierro de su hijo al patio.

Amún todavía era muy chico para inventar historias, pero su madre tenía siempre

a mano galletas horneadas, bizcochuelos o dulces, que dentro de una lata ponía

en manos de su hijo para que disfrute bajo la pérgola. Claro que el niño era muy

pequeño, por lo que gran parte del tiempo en ese exilio, lo gastaba intentando

sacar la tapa que le permitiera llegar al tesoro escondido.

Amún fue creciendo “sanito”, con el prototipo del infante de esa época. Cachetes

rechonchos, colorados. Manos gorditas. Rollito en el cuello, de esos que dan

ganas de besar en un bebé. Todo su recorrido en la vida de primera infancia, era

ir desde la cocina hasta la pérgola. Y desde la pérgola, hasta la cocina (cuando

podía), donde su madre lo esperaba con más dulces, le tomaba la mano y le

decía que su padre los estaba dejando, pero que no debía saber nada de las

visitas.

Un día, no sabe cuándo, él ya no regresó. No tiene recuerdos de ese hombre,

tampoco registra en su mente alguna vez haberlo visto. Durante los primeros

años, cuando ya podía explorar la vida, le gustaba ir al taller de trabajo,

escudriñar las herramientas, jugar con los polvos de colores y crear con los

moldes figuras que se iban transformando en los escenarios que su padre le

dictaba y que él comenzaba a registrar en su memoria. Durante muchos años en

su vida se preguntó de quién sería ese lugar tan lleno de cosas extrañas de las

que desconocía su uso. Hasta que, por decantación natural y porque quedaba al

fondo del largo terreno y ya le costaba caminar por el peso, dejó de ir allí y se

olvidó que existía. Pero siguió escuchando las historias que llegaban a su cabeza

como mágicas mariposas de palabras.

La vida transcurría. Amún se hacía hombre mientras su madre se iba esfumando

en la misma proporción que el cuerpo de su hijo iba engrosando, y dos nuevos

libros se sumaron al estante.

El tiempo pasó. Los años hicieron que la casa del loco alborotara al vecindario.

Las señoras, aprovechaban los dorados desprendimientos de los árboles de las

veredas, para barrer hasta tres veces por día y así poder especular

cuchicheando los misteriosos sucesos que devinieron desde que llegó aquella

mujer en el barco.

 Dice mi mamá… (bueno, es cierto que no está bien, pero eso lo

sabe…) que le contó su mamá que la tipa llegó preñada.

 ¡Uh! ¡mi mamá dice lo mismo de la madre del loco!

 Yo les digo que de noche se escuchan ruidos misteriosos.

 Para mi los mató y los enterró en el fondo de su casa.

 ¿Por qué será que nadie vio muerto a nadie en esta casa? ¿no hacen

velorios? ¿no los entierran?

 Dicen que hace mucho funcionaba una fábrica de mosaicos y que aún

la conserva para hacer estatuas de roedores. A lo mejor los hizo estatuas

también a ellos.

 Los inquilinos le pagan, no por contrato, sino porque los amenazó de

muerte.

 El del super dice que a él no le compra carne. ¿Se los habrá comido?

Estos son algunos de los dichos con que pasan las horas quienes no tienen

mucho más de qué ocuparse.

La casa y su habitante se habían transformado en el tema obligado, de temores

y rencores. De odios y desprecios. De curiosidad y necesidad de encontrar sobre

quién recaer con las frustraciones propias.

Casi todos los vecinos eran hijos de los hijos de los primeros habitantes. O sea

que sus antepasados, seguramente habían disfrutado los jardines y compartido

las veladas de aquellos constructores de esta vivienda. Este sentimiento

solidario y fraterno se fue perdiendo con los años y con los distintos habitantes

que ocuparon la propiedad y las vecinas. Hoy, miran desde el ocaso otoñal, los

opacos reflejos de lo que fuera la más bella casa que engalanara la cuadra.

A nadie le importa saber qué pasaba realmente del otro lado de ese muro, y

mucho menos si ese hombre pudiera necesitar ayuda.

La casa y su habitante eran la preocupación del barrio. Los hombres no dejaban

que sus esposas se acercaran a aquel soltero que vaya a saber qué

perversidades escondía, y las madres sujetaban a sus hijos en las veredas

lejanas y los amenazaban con abrir la puerta si no comían todo los que les habían

servido.

Poco a poco, Amún que amaba la soledad, se había quedado solo en el mundo

que para él dejó de ser social. Pero no se enteró.

Los kilos se siguieron sumando en su cuerpo de tal manera que ya casi no salía

de la cocina, y las voces, que otrora lo estuvieran acompañando, hoy se habían

convertido en un tormento que acallaban cualquier comentario que pudiera llegar

arrastrado por el viento.

Varias veces el vecindario se movilizó pidiendo intervención a las autoridades.

Les molestaba el paredón descascarado; que el mercadito dejara las

mercaderías detrás de la puerta, del lado interior, sin que el dueño siquiera se

molestara en salir a buscarlas; los árboles crecidos; las plantas que se veían

mustias del otro lado del muro; que no se viera al dueño; o que se lo viera y

saludara; que tuviera muchas propiedades; que solo atendiera al corredor

algunas veces en años… En fin, cualquier cosa relacionada con el habitante de

esa morada era motivo de queja.

Y una y otra vez, las autoridades venían y dispersaban las protestas, tratando de

hacerles entender que no violaba ninguna ordenanza, no molestaba a nadie, no

producía acciones inadecuadas y que tenía el mismo derecho que todos a vivir

como se le daba la gana.

Una y otra vez, vecinas movilizadas escoba en mano, comenzaban a picar las

mentes de sus consortes intentando convencerlos de que un petitorio era la

salida adecuada para limpiar el barrio de este indeseable ser. Y allí se veía a los

machitos esposos saliendo papel en mano, a juntar firmas para las autoridades,

imprimiendo copias, e invitando a los medios de comunicación para que vean la

indignidad de vida a la que eran sometidos por tener a esta persona en su barrio.

Y otra vez comenzaba el juego de saberse poderosos, hasta que las autoridades,

resignadas, nuevamente mediaban para dejar a ese hombre en paz.

Así, transcurrieron los últimos años. Así de solitario estaba. Pero no lo sabía.

Una mañana Amún se levantó y, como siempre puso al fuego el agua con que

se haría el café matinal. Le deleitaba el aroma que emanaba de la cafetera, le

producía siempre la misma sensación de placer y buen augurio. Los granos de

café convertidos en un brebaje único que permitía comenzar el día con la energía

del saber que los frutos de la naturaleza circulaban por el interior del cuerpo

proveyendo el calor necesario para que la maquinaria se pusiera en marcha

nuevamente.

Se disponía a buscar sus mermeladas y dulces del desayuno, cuando detuvo un

breve instante su mirada sobre el estante con sus siete libros y le llamó la

atención encontrar uno acostado. Pensó que se habría caído durante la noche,

pero era raro pues nunca los había tocado. No supo que era uno nuevo, porque

nunca les había prestado atención.

Lentamente, pidiendo permiso a su cerebro para que, de la orden a cada pierna

de trasladar su cuerpo hacia ese rincón, se acercó a ellos y, por primera vez en

su vida, estiró su brazo intentando tocarlos.

Para su sorpresa no solo no estaban tan altos, sino que el libro caído estaba en

blanco y una lapicera se encontraba sobre él invitándolo a ser tomada. Eso hizo,

y sintió en ese momento la imperiosa necesidad de comenzar a volcar en esas

hojas todas las historias que habían ido madurando en su cabeza a lo largo del

tiempo.

Acercó la mesa a la ventana, trajo una poltrona mullida que tenía abandonada

en el dormitorio que fuera de su madre y en la que consideró, cabría

cómodamente su enorme cuerpo. La trajo arrastrando, pues ya no tenía ni las

fuerzas ni la agilidad necesaria, para poder moverla de otra manera. Se

acomodó, y tal como pensaba, su gigantesco trasero cupo en ella y hasta se

sintió cómodo. Volvió por el café que había quedado a medio terminar de servir,

lo volcó en un tazón que habitualmente se usa para sopa, lo llenó hasta el borde,

y volvió a la mesa donde se dispuso a escribir todo lo que en su mente rondaba.

Perdió la noción de las horas que estuvo allí sentado. Las palabras brotaban

como manantial inacabable. Hoja tras hoja, barcos, mares, sirenas, castillos,

caballeros y dragones, iban colmando las páginas haciendo fila en los renglones

esperando su turno para tomar sus puestos.

Como un gran rompecabezas las historias tomaban forma: los héroes y los

villanos se apilaban en sus neuronas esperando salir a escena. Tres días

seguidos escribió sin interrupción. Tres días en que nada se interpuso, ni ninguna

necesidad física estorbó esa catarata inagotable de palabras.

Necesitó dormir un rato. Fue a su dormitorio, caminando un poco más ligero que

lo que hacía cuando comenzó a escribir, y se recostó en la cama.

Inmediatamente un sueño profundo se apoderó de su cuerpo, pero no de su

intelecto. Soñó con letras. Miles de letras formadas como un ejército esperando

la orden de formar una hilera para la batalla. Lo desafiaban. Lo provocaban.

Su sueño era intranquilo. Sin descanso verdadero, pues todo el tiempo la pulsión

por escribir superaba la necesidad del organismo por dormir. Los días y las

noches se volvieron irrelevantes en los días y los meses que siguieron. Lo único

que importaba en esos tiempos era escribir. Escribir, desagotar la fuente de

historias que parecía infinita en su cabeza.

Pasó así el invierno. Entre descansos y escrituras. Entre sueños de letras e

historias atrapantes, y comprendió que no era su padre quien le dictaba al oído,

sino que venía desde más atrás. Desde lo más lejano de los Balcanes. De una

maldición que alguien hiciera a su architatarabuela, augurando que ésta

afectaría a los primogénitos de crianza y no de sangre de todo aquel que

poseyera los libros con las letras grabadas. Que serían condenados a reproducir

la historia familiar, los descubrimientos y las andanzas, sin poder resistirse a ello.

Una maldición que llegó en el barco y se instaló en esa casa que aún no tenía

pisos, pero que puso un estante para recibirla y darle cobijo sin saber que era el

destino final de una estirpe.

El tiempo que estuvo encerrado, aumentó la intriga en el afuera, que comenzó a

inquietarse y a verse reflejado, cada vez más, en comentarios y encuentros para

planear cómo averiguar qué pasaba adentro con este hombre.

Amún se dio cuenta un día que a medida que las letras salían, su cuerpo se iba

desocupando. Como una caja que se vacía cuando se quita lo que tiene adentro.

Poco a poco fue perdiendo peso y recuperando un cuerpo que desconocía tener.

Al llegar la primavera, se sintió ahogado entre las paredes húmedas y mohosas,

los olores a hongos, heces y orina de ratas, y decidió recuperar el sol del patio.

Se desplazó con soltura por entre los yuyales y despejó con sus manos uno de

los antiguos bancos que parecía intacto. Antes de sentarse en él, volvió a la

cocina a prepararse un tazón de café, bebida que lo acompañaba desde que la

fiebre de las letras se apoderó de su alma. Y tomó la lata que lo acompañó en

su infancia. Pero no la abrió.

Volvió y sintió la placentera sensación del sol de la mañana en su rostro. Hacía

mucho que no le pasaba y pensó que valía la pena haber esperado por ese

instante.

Se acomodó en el banco, cruzó sus piernas, sacó el cuaderno del bolsillo que

había improvisado en el pliegue del pantalón que lo triplicaba, y comenzó a

escribir nuevamente.

Sin que se diera cuenta, el rosal comenzó a rodearlo y a abrazarlo. Él se dejó

envolver, tranquilo, sintiéndose en casa, protegido y amado por esa planta.

Había descendido mucho de peso, tanto que veía fluir su sangre por las venas.

Detuvo su mirada en el brazo derecho que ejecutaba la escritura. Y vio que en

realidad no era sangre lo que circulaba, sino letras. Que iban saliendo

ordenadas, como en sus sueños, e iban tomando su lugar sobre el renglón,

formando palabras, articulando oraciones. Cuando llegaban a la hoja en blanco,

se volteaban levemente hacia él, y con una pequeña e imperceptible reverencia,

se pegaban al papel para no volver a moverse.

Mientras esto pasaba, la rosa enredadera ya se había envuelto totalmente a su

cuerpo. Y en esa simbiosis esperada por años, en un enjambre de ramas y

cuerpo; amasijo de plantas, músculos, pieles y tinta; las letras siguieron saliendo

y su cuerpo fue desapareciendo fundido en el papel y la palabra. Se fue

desvaneciendo transformado en frases, párrafos, enunciados, capítulos…

diluyéndose en las carillas de ese cuaderno que fue reemplazándolo en la vida.

Poco a poco. Poco a poco. Hasta que ya no fue más él. Como no lo fue el que

creyó su padre, ni el que creyó su abuelo, ni las mujeres que los acompañaron…

Los vecinos esta vez tenían una indignación que superaba todo lo que

anteriormente habían hecho. Estaban convencidos que la invasión de ratas del

barrio provenía de la casa del loco y no del basural que había a pocas cuadras,

a la orilla del río; ni del calor sofocante de un verano con temperaturas máximas

que habían escalado temperaturas récord para la zona.

Insistieron y lograron que la policía interviniera con una orden judicial.

Justificaron la intrusión aduciendo la ausencia prolongada del loco y la sospecha

de su muerte. También insinuaron la firme sospecha de que iban a encontrar los

restos de sus padres enterrados en algún rincón del terreno o emparedados en

alguna habitación de la casa o convertidos en piedra ubicados en algún lugar del

jardín. El juez esta vez compartió las sospechas.

Fueron a la casa, golpearon sin lograr que alguien saliera. Rompieron la puerta

de entrada del cerco perimetral. Cosa innecesaria pues siempre estaba sin llave

para que entrara el cadete del supermercado.

Registraron la vivienda. Descubrieron el terrible abandono en que estaba.

Revisaron pisos, paredes, muebles en busca de algún indicio.

Nada encontraron. Nada daba señal de vida, excepto las alimañas.

Como buenos vecinos entrometidos, convencieron al municipio de hacer

limpieza y despejar la zona para echar las ratas.

Comenzaron por el antiguo taller de mosaicos. Los honorables e indignados

vecinos, aprovecharon esa circunstancia para hacerse de cuanta herramienta

útil encontraron. Cortaron las malezas. Encontraron un cuaderno escrito a mano

debajo de la pérgola, pero lo dejaron allí. Cosecharon las frutas. Hicieron una

gran pila de ramas, hojas secas y basuras incendiables en el medio del terreno

que ahora parecía un páramo desierto. Decidieron prenderlo fuego, pero no

contaban con combustible.

El hombre de enfrente recordó el cuaderno y fue a buscarlo.

Arrancó las hojas una por una, haciendo un bollo con ellas, pero dejó la última

estirada para usarla como mecha.

En el momento que la encendió, las llamas se tornaron rojas y negras. El humo

dibujaba en el cielo palabras, frases y sueños. Un olor a carne asada muy

potente y asfixiante penetró sus orificios nasales produciéndoles náuseas y

hasta vómitos. Y mientras esto pasaba, un grito aterrador, de un dolor

indescifrable, se elevó entre las flamas, cruzó el patio, inundó el barrio, recorrió

las casas y ensordeció a los vecinos.

Fin




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