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El cosaco

El circo llegaba puntual como cada año. Los fenómenos recorrían las calles e invitaban a la función. Los niños se asomaban a las ventanas y corrían felices a seguir la caravana al son de la música que por los altoparlantes animaba a la participación. Niños, perros y alguna que otra vecina, desfilaban detrás de ellos.

Ese año una nueva atracción se promovía con gran espamento. Ofrecía suspenso y curiosidad: Olaf, el cosaco gigantesco, se había unido al elenco junto con su compañera, Masha, la tierna.

Unos y otros en el pueblo comenzaron a mirar a ese hombre… Dos metros o más de altura… Doscientos kilos de peso bien distribuidos en músculos que mostraba orgulloso desprendiéndose la casaca roja con que desfilaba. Barba tupida, negra como la sombra nocturna. Cabello largo, atado en una cola tan gruesa como su propio cuello. La espalda tan ancha que tapaba el sol a todos aquellos que cruzaba mientras pasaba caminando. La cabeza, bueno, la cabeza parecía extraída de alguna publicidad gigante de pelotas de fútbol de las que hay por la zona de Belle Ville. Las manos, eran capaces de cubrir la testa de una vaca con cuernos y todo. Los pies, eran grandes sostenes que le permitían desplazarse un metro ochenta o más cada vez que los movía. Todo en él era de grandiosas proporciones. Grandísimas… y así era también el miedo que infundía a la gente. Quizás por eso se había acostumbrado a caminar mirando el piso.

Masha en cambio, era una morocha pequeña… pequeñísima… apenas poco más de un metro y medio de alto… y un peso de unos cuarenta kilos. Flaca como una espiga negra. Sus ojos, celestes como el cielo y transparentes como el hielo cuando el sol refleja en él. El cabello apenas ondeado, llegaba hasta la cadera, permitiendo que su figura (la que cualquier mujer deseaba) luciera las curvas perfectas y serpentinas que daban a su aspecto la sensación del deslizar ofídico. Ondas que parecían resaltarse en su andar y al ejecutar su número actoral en brazo de Olaf. Todo en ella era pequeña, sin embargo, cuando hablaba, su voz acornetada hacía vibrar los oídos aún de quienes permanecían dentro de sus viviendas a varios cientos de metros del circo. Masha no infundía miedo, todo lo contrario. Quien la veía pasar la consideraba una víctima, una esclava, una sierva de ese hombre a quien, naturalmente, consideraban un abusador nato de esa pobre mujer sometida a su superior humanidad.

La gente del pueblo, y en general la gente, solo ve a los hombres y mujeres del circo, como aquellos que viven para satisfacer su diversión. Hombres y mujeres que solo cobran existencia al comprar un boleto y sentarse en las tarimas para distraer a aquellos que quieren ser distraídos con sus actos. Pocos, o casi ninguno para ser más preciso, los considera personas con una vida que vivir.

Solo una joven fue capaz de desentrañar este mundo que nadie quería ver.

Resulta que una tarde, cuando ella iba para la casa de una amiga, escuchó un siseo que le hizo doler los oídos. Fue ensordecedor, no podía compararlo con nada que conociera hasta ese momento. Al pasar por el circo, vio a Olaf sentado en un banquito, tan pequeño que gran parte de su humanidad quedaba fuera de él. Estaba allí, mirando al piso como de costumbre, pero gimiendo como un bebé.

La joven se acercó y notó que grandes lágrimas rodaban por su cara escondiéndose por entre los pelos de la barba oscura. Ello lo miró y pensó que la huella de la lágrima entre el pelo brillaba, pareciéndose mucho al que deja una babosa que camina por entre el pasto del jardín.

Grande fue su sorpresa cuando le preguntó qué le sucedía, pues Olaf al contestarle, dejó escuchar la voz más tierna y dulce que jamás se haya emitido… El timbre de su voz recordaba el sonido del agua corriendo entre las piedras de un arroyo, como cascabeles en el suave viento del verano. Así, con esa ternura le dijo que su vida ya no tenía sentido, porque no era capaz de vivir sin amor.

Si antes se había sorprendido, ahora estaba impresionada. Ese gigantón sufriendo por amor. No podía entenderlo, todos sabían que Masha era su compañera de vida. Sin embargo, él lo estaba diciendo hundido en un mar de lágrimas y tristeza.

Así se enteró que en realidad Masha era su dueña, que lo había ganado en una partida de póker y lo había traído hasta aquí después de haber dado muchas vueltas por el mundo, y trabajado en varios circos. Le contó que Masha era capaz de dejarlo días enteros sin comer o encerrado en la casa rodante, sin siquiera darle un vaso de agua. Y que cada vez que él se enamoraba o quería tener novia, ella le gritaba sabiendo que sus enormes oídos reproducen por cien o mil cualquier onda sonora que llegue hasta su pabellón auditivo. Es por eso que Masha, al enterarse que se enamoró de la enana, chilló con su voz pitona, haciéndolo retroceder en su intención amorosa y anunciándole su próxima partida.

La joven lo miró aterrada… ¿cómo podía ser eso cierto? ¿de qué manera tan cruel esta mujer podía tomar estas decisiones? ¿hasta dónde tenía derecho sobre él o sobre nadie?

Con gran firmeza se dirigió hacia la boletería que en ese horario estaba abierta, planteó con gran dureza la situación y explicó con detalle lo que Olaf le había comentado.

Al final, sin miramientos de por medio, preguntó: ¿el sábado hay o no hay función? Un movimiento afirmativo con la cabeza por parte de la empleada la dejó tranquila. Toda su familia ya había comprado las entradas.

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