1
Había decidido cambiar el rumbo de mi vida. Me echaron del trabajo y tenía que pensar en comenzar algo nuevo, sola, sin depender de nadie. Me decidí por usar el dinero de la indemnización en alquilar un local y poner mi propio negocio. Una tienda y, si me alcanzaba, mercería. Venta de lanas. Eso iba a hacer. Y, si la cosa cuadraba, dar clases de tejido. Tenía que buscar un lugar grande, que permitiera recibir gente sin interrumpir el tránsito normal de la venta.
Caminé varios barrios, hasta que encontré uno que me pareció ideal: una calle muy transitada, casi céntrica, parada de colectivos en la esquina sobre la misma calle, lo que permitía que el local quedara expuesto a la vista de todos. Enfrente un barcito que sería mi refugio mientras acomodaba el negocio. No lo pensé dos veces. Lo alquilé y me puse a acondicionarlo para la futura tarea que se iba a realizar allí. Pasaba la mayor parte del día distribuida entre el local y el bar. No tenía ganas de volver a mi departamento de un ambiente, en el que apenas podía moverme. Tendría que decir medio ambiente, estos de las inmobiliarias son tremendos cuando te quieren vender algo.
Mi día empezaba en el bar. Allí lo conocí, de casualidad. Yo estaba tomando el café de cada mañana con dos medialunas de manteca, cuando lo vi sentado en la mesa del fondo escribiendo. Nunca me había fijado en él. Joven, gordito, unos cuarenta años (o quizá un poco más). Me llamó la atención el ritual diario: escribía primero en un papel una serie de anotaciones en orden. Después abría la computadora y se ponía a escribir un buen rato. Miraba el papel. Seguía. Paraba. Descansaba. Pensaba. Volvía a escribir. Así ocupaba la mayor parte del tiempo. Luego, releía. Asentía con la cabeza y tomaba el café ya frío que le habían traído mientras hacía esa ceremonia. Terminado, alejaba la taza, sacaba un frasco vacío de su mochila. Lo abría, acercaba la boca de vidrio a su propia boca, y en voz firme leía lo que antes había escrito. Luego lo tapaba. Sacaba una etiqueta del bolso. Escribía algo en ella. La pegaba y guardaba el frasco que, nuevamente, volvía al lugar de donde lo había sacado.
Lo estuve observando durante mucho tiempo, más de un mes. O dos, no recuerdo bien el tiempo transcurrido. Diariamente la misma práctica: el papel, la computadora, el café, el frasco, leer dentro de él, etiquetar, guardar. Convengamos que, por lo menos, era raro. Siempre a la mañana, mientras tomaba mi café con medialunas.
2
El negocio funcionaba muy bien. Mucho mejor de lo que había pensado. La venta era muy buena, por lo que pude aumentar el surtido de lanas y agujas en oferta. Comencé a sumar botones (pocos, son carísimos), alguna que otra puntilla, algún que otro accesorio para el tejido. Ya tenía dos grupos de 5 mujeres aprendiendo a tejer, y probablemente comenzara los sábados un grupo mixto. ¡Hay que ver la cantidad de hombres que quieren aprender a tejer!
Uno de esos días decidí que merecía conocer más del porqué de esa rutina diaria del desconocido que veía en el bar y comencé a seguirlo. Decidí que podía abrir un poco más tarde por un día. Es más, creo que era hora de contratar a alguien que me ayude. Por suerte no vivía lejos. Iba caminando hasta su casa. Eso me tranquilizó porque la verdad es que, salvo en películas o por las aventuras de Sherlock Holmes que devoraba, no tenía idea de cómo seguir a una persona.
El recorrido hasta su casa era peculiar. Iba mirando a toda la gente. Por momentos se paraba y se quedaba observando largo rato a alguien. Luego se acercaba a esa persona, la saludaba y charlaba un rato largo con ella. Se daban la mano y se separaban. Él caminaba un trecho y sacaba su anotador. Tomaba nota.
Después de unas 10 cuadras, entró a un edificio. ¡Me quería morir! No tenía forma de saber en qué departamento vivía. Me fui decepcionada porque hubiera querido conocer a qué se debía ese comportamiento que a diario veía en este hombre.
Seguí con mi vida, lo veía y me seguía intrigando, pero desistí del seguimiento pues no tenía oportunidad de saber dónde habitaba y todavía no contaba con alguien que me ayudara en el negocio que, por suerte, cada vez tenía más movimiento.
3
Al final contraté a una señora de las que venían a aprender a tejer. El trato fue justo, ella me ayudaría en los horarios que dicto los cursos y cuatro mañanas. Yo le pagaría un salario mínimo, que acordamos, y le permitiría llevarse 3 kg de lana mensuales de las que ella eligiera, sin importar el costo. Comenzamos a organizarnos muy bien, resultó ser sumamente eficiente y agradable. Me sentía cómoda con ella y me permitía tener con quien charlar ya que mi vida era muy solitaria. Hacía años que no sabía nada de mi familia, ni siquiera tenía noción de si aún alguno vivía. Me había venido a la ciudad en mi adolescencia escapando de la sordidez de un pueblo en decadencia y me había abierto camino sola: estudié, terminé el secundario. La primera y la única de la prole de mis padres con estudio, y ni se enteraron.
Esa contratación me permitió tener más tiempo libre del que pensaba, porque la mayor parte del movimiento del negocio se daba de mañana. Poco y nada pasaba a la tarde. Por eso me sentaba tranquila a escuchar música y, mientras, miraba pasar gente por la vereda y ovillaba lanas preparando la clase que se iba a dictar.
Ya me había olvidado del personaje del bar, pero resulta que una de esas tardes en que me encontraba tranquila pensando en el futuro cercano, lo vi. Enseguida me acordé de su singular comportamiento y del día que lo seguí hasta la casa. Me causó gracia haber hecho esa tontería, pero algo “picaba” dentro de mi curiosidad que no podía explicar en relación a ese hombre.
Cerré el negocio y crucé a tomar un café. No me venía nada mal y de paso, me sacaba las ganas de ver qué estaba haciendo a la tarde. Entré y me senté en la mesa del fondo. Muy cerca de la de él. Pasé intentando disimular mientras pretendía leer lo que estaba escribiendo. Era una lista, pero no llegué a examinar qué decía.
Él me miró y me sonrió. Algo raro había en esa sonrisa. Como la de alguien que se sabe observado y, socarronamente, muestra un gesto de superioridad ante uno. Tomé el café y él comenzó a escribir otra hoja. Juraría que era sobre mi. Sentía sus ojos en mi cuerpo, escudriñándome. Mi respiración se aceleró y tuve la necesidad imperiosa de irme de ese lugar.
4
Los días transcurrieron normalmente, pero a diario veía entrar al hombre al bar. Cada vez, se detenía en la puerta, pero primero miraba para mi negocio. Me helaba la sangre. Decidí que era momento de volver a seguirlo, pero ahora debía descubrir dónde vivía.
Esperé que se fuera antes del mediodía y le dije a Alcira (así se llamaba mi ayudante), que la dejaría sola un rato y que si se hacía la hora de retirarse lo hiciera, que yo tenía otro juego de llaves.
Caminé detrás suyo nuevamente las diez cuadras. Lo seguí manteniendo una distancia prudencial. Tratando que no me viera, pero fue inútil. Llegando al edificio se dio vuelta y me dijo:
- La otra vez me seguiste hasta aquí. Una decepción. Pensé que ibas a volver a intentarlo. Que no ibas a ceder tan fácilmente ante el primer obstáculo.
- ¿Ud. me vio?
- ¡Claro! ¡Siempre te veo! - contestó en un tono que no me gustó nada.
- Me pareció que había sido una tontería, no podía saber tampoco en qué departamento vivía. Y la curiosidad…
- Como ahora- agregó
- Si. Como ahora. Le pido disculpas. No sé por qué me intriga Ud. tanto.
- Vení. Seguime.
Caminé a su lado. Entró al edificio y yo con él, siguió por el palier hasta una puerta que se encontraba al final del mismo y salió por otra trasera. Detrás había una casa que nunca había visto. Estaba cubierta de hiedra y musgo. Era lúgubre, oscura por fuera. No así por dentro.
Abrió la puerta de acceso y pude ver un amplio salón cubierto de estanterías que en un primer momento pensé era una biblioteca.
- Acercate. No tengas miedo.
Lo hice. Noté que no eran libros, sino frascos. Miles de frascos con nombres. Me acerqué más. Tomé uno con la mano. Eran nombres de personas. Todas tenían un nombre y una fecha. Algunas etiquetas tenían cientos de años y estaban cubiertas de telarañas y polvo.
Me asusté y me alejé. Él, lanzó una carcajada que hizo temblar el techo de la casa.
- Pero… pero…
- No te asustes. No soy más que un coleccionista.
- ¿Coleccionista? - alcancé a decir, mientras sentía que mi corazón cada vez latía más fuerte y quería escaparse de mi pecho.
- Si. Colecciono vidas- decía mientras me alargaba un frasco que acaba de sacar de su mochila. – Acomodalo ahí, en ese estante.
Sin poder evitarlo obedecí su orden. Agarré el frasco y casi me desmayo. Tenía mi nombre. No quise que tuviera mi vida. En un arranque de furia, miedo y desesperación, le saqué la tapa…
Lo que siguió fue que, como una ráfaga inquieta y veloz, toda mi vida pasó frente a mis ojos: la infancia, mis padres, hermanos, los juegos, la adolescencia… fueron segundos en que vi la película de mi existencia mientras mi cuerpo de desvanecía. Lo vi tomar el frasco antes de que cayera al suelo. Lo vi acomodarme en el estante que antes me había señalado.
Y aquí estoy, hace más de veinte años, viendo entrar a otros y repetirse el ciclo.
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