Se sienta en la cama y piensa en el sueño hermoso que cada noche lo acompaña. Emociona levantarse con esa experiencia. Siempre lo mismo: la ventana del dormitorio desaparece, se transparenta dejando ver el gran fondo de su casa materna. Soleado, iluminado. Camina entre los frutales y siente la frescura de la grama en sus pies.
Desde ese fondo sus ojos perciben el comedor de la casa y la puerta que da hacia la calle. Pero él no puede ir, se conforma con mirarla. Está solo en ese lugar y eso lo acongoja. No hay pájaros, ni mariposas, ni ningún otro humano.
Se levanta con esa sensación de infancia y juventud que lo acompaña en recuerdos amorosos cada día. Se apresura a realizar las tareas diarias. Ejecuta mentalmente un inventario para no olvidar nada. Cada detalle es necesario, cada rutina para no romper ese mágico encuentro con “su” casa. Los días se han convertido en un pasaje hacia el sueño.
Sale a la calle. Toma el colectivo que lo llevará hasta San Justo, donde esperará el 113 en la terminal para poder viajar sentado hasta Belgrano. Más de dos horas de viaje. Se acomoda atrás. Solo. Ventanilla. Mira transcurrir el mundo con la velocidad que el tránsito permite, mientras piensa en ese fondo.
Sube un amigo. Se hace el distraído, pero no puede evitar que éste insista en sentarse juntos. Cede al pedido. Se muda de asiento. Le habla acerca de algo que él no puede identificar. Escucha a lo lejos la voz de este hombre que conversa casi todo el viaje. Sin embargo, su mente no hace más que preguntarse sobre el fondo ¿por qué no hay nadie? ¿qué hace él ahí? ¿ninguna presencia de vida? ¿siempre está iluminado? ¿por qué la ventana se esfuma?
- Bueno, ¡chau! Mañana nos vemos…
- ¡Chau! ¡Chau! - el saludo lo sobresalta. Recién ahí reacciona y piensa que su amigo ni se dio cuenta que no lo estuvo escuchando
Transcurre el día laboral, al terminar, retoma la agónica tradición del regreso. Esta vez parado. Viaja apretujado, como cada día. El cansancio y el amontonamiento no lo alejan de su preocupación. Llega a su casa. No come. Se da cuenta que en todo el día ni comió ni bebió nada. Su cuerpo no le exige nada. La ansiedad de la noche acelera su ritmo cardíaco. Se sienta en el comedor con la mirada fija en el reloj, esperando que llegue la hora de acostarse y soñar. El reloj se mueve lentamente. Se concentra en las agujas, casi hipnotizado.
No sabe cuándo pasó, ni cómo llegó a la cama, pero lo despierta la ventana esfumándose. Camina por el pasto descalzo, como cada noche-día-soleado-iluminado. Esta vez se acerca a la ventana evaporada. Quizás tiene la intención de llegar a la puerta de calle. No lo sabe.
Camina. Se acerca. Se asoma por ella. Allí la ve. Sus ojos se cruzan. Se miran. ¿Se conocen? No lo saben. Se asustan ante esa profunda mirada que hasta hoy no había existido.
La ventana no está, sin embargo, saben que hay algo que los separa. No pueden ni quieren tocarse. Pero tienen la certeza que no deberían haberse visto. Este encuentro rompe una rutina de mucho tiempo. De pronto: la oscuridad
Adriana se despierta otra vez lamentándose por dejar de soñar con la vida rutinaria de ese desconocido. Piensa en esa casa que tuvo que dejar intempestivamente y que aún le duele. Se pregunta qué hace ese hombre solo, cada noche, en el fondo de la morada materna que tanto extraña y que abandonó junto a los árboles frutales que plantó y vio crecer al mismo tiempo que a sus hijos.
Mientras tanto él. Vuelve a levantarse y vuelve a la parada del colectivo, para comenzar un nuevo ciclo que a lo mejor ya no es el mismo.
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